He imaginado las calles de India.
Cuando el océano está a lo lejos, no hay por qué elegir una ola, no hay por qué
elegir una orilla. Todo se ve en calma. De la misma manera que imagino las
pobladas calles, podría imaginar una isla en la Polinesia, o un muladar, o las
plazas pobladas del Perú, o una esquina. Veo el océano como veo el mundo. La
calma está a lo lejos, mi calma pertenece a otras latitudes (qué en éste
momento, mientras las imagino, existen en algún lugar del mundo). Estoy en un
lugar poblado de América. No entiendo muy bien de qué hablan, me cuesta corresponder a la sonrisa
cotidiana; pueblo otra situación, ésto podría ser un muladar y yo no he
habitado más que una gota del océano. Me gustan los anónimos que me hacen
temblar, me gustan las sonrisas que responden a las tres sílabas anteriormente
enunciadas; no puedo responderle a aquellas sonrisas, los labios están
temblando, no pueden tensarse; muestro los dientes, pero éstos asustan a los
ingenuos sonrientes.
Hay una esquina, en esa esquina un
edificio roído, en aquél edificio una habitación que se desdibuja en el
paisaje; ese es mi lugar en el mundo. Desde la ventana vislumbro aquellas luces
movedizas, luces de colores en ráfaga. Justo en ese lugar adivino el parpadeo
de un hombre hambriento, a veces sonríe, a veces mira hacia arriba, hacia la
ventana y me mira, mira mis arrugas, mis cejas tupidas desgastadas por el
tiempo, mis ojeras.
Recuerdo que en 1943 me encontraba en
la ciudad de los muchos templos, anduve buscando la eternidad que acapara el
breve lapso del tiempo que habitamos. Creí que Benarés sería la orilla en calma
de mi océano, no sería el primero en haber visto el polvo de sus calles de
verano, ni sus piedras al rojo vivo, ni su olor a aromática y a río, todo ésto
ya había sido narrado y experimentado millones de veces, pero ese momento
Benarés, su sol y su luna reflejada en un río sagrado, serían sólo para mí.
Me alojaba en un pequeño hostal para
viejos y enfermos en busca de salvación
y redención. La mayoría de los creyentes tenían la piel podrida, era
inevitable el estupor. Eran otros los asuntos que me concernían en aquél
momento, asuntos pertenecientes al orden de lo universal, a esa escritura
críptica en la que se cifra el universo y que sólo los dioses escriben. Buscaba
en la sonrisa de aquellos hombres ansiosos de divinidad, en esa orilla calmada,
la Eternidad contenida en el Aleph descrito por Borges, o en las posibles
combinaciones entre palabras.
Estuve buscando la Eternidad en
las pequeñas tiendas de recuerdos, había miles de figuras de todo tipo;
me bañé en el río sagrado al grito de cientos de almuédanos. Busqué en la
rayuela de dos pequeños en la que salté hasta el cielo. Busqué en la cama de
una morena consentidora de labios rojos, fue una transacción cuerpo-salvación,
la Eternidad sintió aparecer, pero
también el indicio de que aquel artilugio tan buscado no lo encontraría en la
sonrisa idealizada o en aquél objeto que es tan maravilloso como inexistente.
No encontré ninguna respuesta, no
encontré un empaque, o un instante que lograra acaparar aquello que creí que
podía ser la eternidad. Aquella ciudad no podía hacer otra cosa que anunciarme
la muerte de dios, el bullicio, el agua turbia tratando de esquivar los cadáveres, las murallas de cemento colorido una
vez me amé y las sonrisas de los hombres que querían salvarse, ¡encantadoras
sonrisas!, no fueron otra cosa que la confirmación del terror. La búsqueda de
un objeto que permitiera verme y ver al universo fue vana, el examen de
cualquier respuesta se convirtió en un intento absurdo por encontrar la nada,
la divinidad no era ahora más que el trazo recto y abandonado que se divisaba
de manera borrosa en una hoja de cuaderno suelta.
Recorrí las calles-laberintos y sólo
vi cadáveres y sonrisas. Ese gesto, como Benarés, estaba desprovisto de mundo o
Benarés fue tan mundo como cualquier lugar y su oleaje fue tan brusco como el
oleaje de la ventana a la que pertenezco. La Eternidad se convirtió en un pez a
la deriva y las sonrisas esquivas, provocadoras, miedosas, en el oleaje del mundo.
Traté de mitigar tanto mundo cerrando
los ojos. La búsqueda en Benarés no me acercó precisamente a un mundo eterno,
no calmó ese océano en el que pude ser una merluza, cangrejo o espejo, y en el
que soy hombre. Al abrirlos estaba en ese cuarto de geometría absurda (es un
polígono irregular), tal vez nunca salí de él. Eso que viví en Benarés,
ciudad que desde 1943 es soñada en las mismas latitudes que yo hábito y que
nunca he dejado de imaginar; también lo viví en
las pobladas plazas de Perú y en un barrio chino y en esos extraños mercados
del centro de Londres y en la Polinesia y en un barrio inclinado que se dibuja
como ramas en las montañas de Colombia.
Si
aquél día hubiese encontrado la Eternidad, este mundo que es mi mar, mi ciudad,
mi edificios y los movedizos lugares que, como Benarés, imagino, probablemente ya no existirían o tal vez serían tan
inmóviles como una roca o como un mar-mundo sin ese oleaje que me desgarra y me
revive. Cuando el océano está a lo lejos, no hay por qué elegir una ola, no hay
por qué elegir una orilla. Todo se ve en calma, por eso he elegido un cuarto
absurdo, aislado desde el que puedo imaginar cualquier otro lugar, donde el
arisco mar me toca, pero yo, que desde entonces soy tan humano, me muevo
despacio para que ese pez a la deriva no me muerda.
Esta es, por mucho, la mejor propuesta que he visto: Intenta ser original, innovadora. Su lenguaje es ligero, liviano, gaseoso; evocador. El planteamiento es casi realismo mágico. El contraste entre el ambiente de una ciudad, que recuerda los derruidos adoquines de las fachadas de las casas en La habana, o las viejas construcciones coloniales, del sector histórico de Cartagena, y la desconcertante y fallida búsqueda de una mágica ilusión, resulta increíblemente atractivo. En fin, se nota la búsqueda de una verdadera identidad estética. Muy bella narración.
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