Un dolor agudo se
encajó en su corazón, creyendo que era un infarto y que su hora de partir de
este mundo había llegado; sólo pronunció
el nombre de su querida Hermelinda. Estaba sólo en medio de la espesura del bosque, su paso lento y fatigado por el peso de los
años que sobre sus hombros cargaba no le daban esperanzas de un refugio en donde
esperar la hora de la muerte. El canto de las ranas, los búhos y las hojas
secas que eran destrozadas igual que cristales en cada uno de sus pasos hacían
que un escalofrío sepulcral recorriera su cuerpo. Se fue quedando sin fuerzas,
el aliento de su boca se desvanecía y la luz de su mirada se oscureció tal como
se oscurece el fondo del mar en las noches en que no hay luna llena. Su corazón
palpitaba lento y susurraba le dieran un instante para descansar después de ser
esclavizado a los más duros tormentos; su garganta seca como piedra del
desierto en pleno medio día, le impedía cualquier gemido que pudiera
balbucear. Dio un paso, luego el otro
hasta que se derrumbó sobre las hojas del camino cual lagrima en las manos de
quien le consuela.
Así permaneció Don
Raúl en medio de la oscuridad de aquel bosque acompañado por miles de insectos
y animales que velaban su descanso. Como cobija poseía el frio y el viento, su
almohada era la niebla que se levantaba lentamente de la tierra, sus guardianes, los arboles que reinaban en aquel lugar y su
consuelo, el saber que la había amado hasta el último aliento.
Sí. Ella, Hermelinda,
la mujer que siempre ocupo sus
pensamientos y fue la eterna dueña de su corazón aunque ya hubiera muerto. Tal
vez era el momento de volver a reunirse con ella, quizás ya había esperado lo
suficiente como para ganarse el premio de estar descansando junto a su amada.
Estaba en esta
consideración cuando sintió que su rostro era destrozado por
miles de agujas que se clavaban y desaparecían, gotas de lluvia que herían su cuerpo agonizante e incrementaban el frio más atroz. Sintió que lentamente
perdía la movilidad de sus brazos y sus
pies no respondían a ninguno de sus estímulos.
Un viajero se
encontraba por aquel mismo lugar y en su
marcha notó que había algo tirado en el camino y se acercó llevado por la curiosidad, cuál
fue su sorpresa al descubrir a aquel anciano de más de 80 años tirado en medio
de las hojas, casi muerto, con sus piernas y brazos rígidos, completamente
helado por la lluvia y el frio de la noche, sin fuerzas ni siquiera para abrir
sus ojos, sus labios temblaban, su respiración casi no se sentía, sus canas y
su barba blanca se matizaban entre la
niebla y la palidez de sus mejillas remplazaban en esa noche sin luna el resplandor de las estrellas . Aún estaban
lejos de la cabaña, pero había que hacer algo, este hombre moría de frio y el
viajero no lo podía dejar solo. Se acercó y lo tomo por los brazos y lo fue
arrastrando lentamente para no maltratarlo hasta llegar a la cabaña. Al llegar
a esta, encendió la hoguera y buscó mantas para abrigar a Don Raúl. Lo dejó en
la sala e informó al doctor que fuera a visitar al anciano y continúo su
camino.
Ya solo Don Raúl
súbitamente se sintió fuerte y sano. Se
levantó y caminó a su habitación, subió los peldaños lentamente y al llegar
tomó en sus manos la foto de su esposa y
dijo: “Por un momento creí que era hora
de estar nuevamente contigo”. Dicho esto don Raúl se sintió extraño, era
como si hubiera vuelto a vivir pero con muchos años menos. Se sentó frente a la
ventana y dejó que sus ojos se perdieran en la oscuridad del bosque donde creyó haber muerto por un
momento. Esperó que llegara la luz del día pero esta no llegaba, era como si se
hubiera ocultado para siempre, esperó y esperó pero no llegaba la luz, tal vez,
pensó era por el cansancio, pero en cualquier momento llegaría la luz del día.
De repente la puerta de la casa se abrió y escucho la voz del doctor que
preguntaba: ¿hay alguien en casa? Pero todo parecía muy solo. Don Raúl ignoró
al doctor y siguió mirando la ventana, pensaba que si el doctor había llegado
aún era temprano para amanecer. Por un instante el doctor no hizo más ruido y
al momento salió de la casa. El silencio
se fue adueñando de todo; sólo el sonido
de los animales del bosque y el canto del viento permanecían suspendidos en la
habitación.
Finalmente una luz
apareció en frente, era la aurora que desnudaba el nuevo amanecer, y junto con
esta luz también un vehículo, la policía. Pero ¿por qué estaban en su casa? Se
preguntaba don Raúl. Se levantó y caminó sin soltar la foto de su querida Hermelinda.
Salió de la alcoba y bajó los peldaños de la casa, al llegar a la sala se
comprimió de nuevo su corazón al descubrir que cerca de la chimenea yacía su
cuerpo frio y sin vida. Miró a su alrededor y caminó sin titubear, sin pensar,
sin sentir, solo observaba todo como nunca lo había hecho, las flores eran de
muchas formas, tamaños y colores y nunca lo había notado, los arboles del
bosque no eran todos verdes, unos eran más rojizos, otros más amarillos, y
tenían formas tan diversas que los hacia únicos. La tierra, el firmamento a esa
hora con sus arreboles y la frescura del agua en el manantial, nunca había
vivido con tanta intensidad como en aquel instante, era como si se abrieran sus
ojos, como si todo fuera nuevo, pero ya era muy tarde, así con su paso lento
llegó hasta el cementerio y buscó entre
las tumbas aquella, que contenía los
despojos de quien fuera la luz de su alma. En frente de él se levantaba un
pequeño monumento con el nombre: “Hermelinda, esposa fiel”. Don Raúl se
desplomó sobre la tumba, levantó la
fotografía que llevaba en su mano y bajo el radiante sol de la mañana cerró sus
ojos, pronunció su nombre: “Hermelinda”. En ese momento una cálida mano se posó
sobre su hombro, al girar descubrió ese rostro que nunca había olvidado; era
ella, ¡tan joven!, ¡tan pura!, ¡tan bella!, ¡su ángel! ¡Su radiante sol de
mediodía! y ahora podrían estar juntos por toda la eternidad.
:) excelente
ResponderEliminarme encanta
ResponderEliminarmuy buen cuento... Saludos desde Chile !!
ResponderEliminarQue lindo!!
ResponderEliminarExcelente narración. Una prosa potente, rampante. Una historia conmovedora, pero no al punto del ridículo. Lo disfruté mucho.
ResponderEliminarUna historia muy intensa, cautivante desde el principio, el despertar a la eternidad junto a su amada esposa, valió la pena la dolorosa espera de ese momento tan culmen.
ResponderEliminarFelicidades, tienes un tremendo talento para escribir con un estilo muy propio de tu personalidad.
PD: El segundo nombre de mi madre se parece al de la esposa fiel de esta historia. Ella se llama Emelinda.