En el albor de la madrugada de aquel gélido invierno se
levantó Camú, más temprano que en los tiempos de la expedición, pues no quería
enfrentarse a la competencia imbatible
de los formidables Pelecaniformes ni de las audaces aves pesqueras. Se
levantó de la hamaca y se inclinó frente a su palangana de barro, llena con el
agua de la lluvia de anoche, sumergió una totuma en el agua y la vació en su
parietal, el agua le bajo por toda su enorme y gris espalda. Luego de remojarse
la cara con las palmas de las manos y de mascar un aguaje, tomó su lanza, cuya
cuchilla estaba desgastada e impregnada con sangre de animales amazónicos. Camú
salió de su hogar, fabricado con caña brava y techo de palma, rumbo a la
ciénaga.
Caminaba
contemplando los exorbitantes y quiméricos Arecales, que se extendían hasta los
límites de la troposfera, y también se encantaba al mirar los centenarios arboles
en los que residían enormes y ruidosos primates que se mecían de árbol a árbol
en los gruesos bejucos.
Al divisar el cenagoso bosque, que rodea la ciénaga, y
sentir el olor a légamo se dio cuenta que estaba llegando. Camú había sentido el olor a cieno y légame
ardiendo, hace muchas lluvias, cuando en tan solo dos noches, armado solo con
una totuma y el agua de la ciénaga apagó un incendio que se extendía
consumiendo centenares de palmas, arboles y matas. Cuando llego a la orilla del
humedal vio su puntiaguda canoa y su mente evocó los recuerdos de cuando las
huestes realistas del Conde de Cartagena se extraviaron en el corazón de la
selva en búsqueda y destrucción de los rebeldes. Recordó a esos catires hombres
montados en bestias de capas pardas y con muertes desenvainadas que durante 20
días y 20 noches los errantes rondaron la engañosa ciénaga buscando algún
escape a su ineludible destino. Ya habían sido vencidos los más brillantes cartógrafos europeos hasta que
en aquel día se encontraron a un negro
cimarrón desnudo, de dos metros de altura, que solo pronunciaba la palabra
Camu, pero que con señas y gemidos, los guio hacia la salida de aquel laberinto
natural y como premio por su honorable lealtad con la madre patria, recibió la
real condecoración, orden de Carlos III y también aceptó el otro regalo ofrecido
por esos hombres, el arma más espectacular y perfecta fabricada en los
gloriosos talleres de Hefesto; El Machete.
Gracias a esa arma Camú pudo espantar a las oleadas
infinitas de frailes, con sus intensiones protervas y con sus ropas que pican,
que también pudieron encontrar el camino hacia el sosegado Quilombo de Camú. Pero
nunca necesito el machete, de filo punta
y tarama, para luchar contra caimanes de 5 metros que nunca lo pudieron morder.
Era esta invencible herramienta, antes propiedad de algún prometeico prócer de
la América septentrional, la que velaba cada noche y hacia guardia protegiendo
la arcaica Canoa.
El grito de los alcaravanes anunció el azafranado
amanecer. Camú arrastro su canoa, hasta que la lodosa agua le llegó al cuello,
se monto en ella y remo con su palo de guadua hasta el centro de la ciénaga. Las
pescas se tornaron aburridas para Camú desde que en aquella contienda derroto
al magnífico e impenetrable señor de las peces, en esa eterna escaramuza que
empezó cuando el cimarrón remo tras las prohibidas fronteras y el majestuoso
señor de los peces volcó de una sola embestida la vieja Canoa, ninguna arma fue
capaz de atravesar la coraza del indómito
así que fue una lucha mortal, bajo el agua, que empezó en estío y finalizó en
invierno. Después de 40 días y 40 noches de eternos y apretados forcejeos el
enfrentamiento término en aquella trágica y lluviosa noche. La noche de
lamentos en la que el glorioso y centenario señor de los peces, cansado de
batallar, cedió ante aquel tenaz y belicoso hombre. Su muerte la lloraron todas
las especies del meridión, desde lo más alto de la sierra hasta las arenosas
playas. Ese combate atormentó a Camú durante sus sueños más nostálgicos.
Cuando llegó al centro de la ciénaga, se paró en su canoa
separo bien sus pies, y persiguió con la mirada a los peces que nadaban
alrededor de la canoa. La vista de Camú atravesaba la ictérica agua y podía distinguir los reptiles e invertebrados
que estaban en las profundidades de la ciénaga. Así se quedo, hasta el fin del
amanecer, cuando el sol se elevo hasta lo más alto de la bóveda celeste. Y que
los rayos del astro se metían entre las hojas de arboles y palmeras. En ese
momento agarró fuertemente su lanza, sólo con la mano derecha, y la arrojó con tanta potencia que hizo un
agujero permanente en el agua. Atravesó cuatro peces, cada uno de diferente
color, colores deslumbrantes. Casi con
la misma velocidad Camú se arrojó al
agua a recoger su botín y a recuperar su lanza. De vuelta en la canoa, navego
hacia la orilla desde donde había zarpado. Enterró el machete en la arena y lo
dejó custodiando la nave y, antes de
salir de los límites de la ciénaga, rindió tributo al celestial y memorable
señor de los peces, y así lo hizo cada día hasta el final de sus días. Después,
con los rutilantes peces en la mano izquierda y la pica en la mano derecha;
caminó rumbo a su morada.
—Hoy hemos tenido buena caza— Le
dijo a su lanza.
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