lunes, 1 de abril de 2013

CAMÚ. Por: Daniel García Henao


En el albor de la madrugada de aquel gélido invierno se levantó Camú, más temprano que en los tiempos de la expedición, pues no quería enfrentarse a la competencia imbatible  de los formidables Pelecaniformes ni de las audaces aves pesqueras. Se levantó de la hamaca y se inclinó frente a su palangana de barro, llena con el agua de la lluvia de anoche, sumergió una totuma en el agua y la vació en su parietal, el agua le bajo por toda su enorme y gris espalda. Luego de remojarse la cara con las palmas de las manos y de mascar un aguaje, tomó su lanza, cuya cuchilla estaba desgastada e impregnada con sangre de animales amazónicos. Camú salió de su hogar, fabricado con caña brava y techo de palma, rumbo a la ciénaga.
 Caminaba contemplando los exorbitantes y quiméricos Arecales, que se extendían hasta los límites de la troposfera, y también se encantaba al mirar los centenarios arboles en los que residían enormes y ruidosos primates que se mecían de árbol a árbol en los gruesos bejucos.
Al divisar el cenagoso bosque, que rodea la ciénaga, y sentir el olor a légamo se dio cuenta que estaba llegando. Camú  había sentido el olor a cieno y légame ardiendo, hace muchas lluvias, cuando en tan solo dos noches, armado solo con una totuma y el agua de la ciénaga apagó un incendio que se extendía consumiendo centenares de palmas, arboles y matas. Cuando llego a la orilla del humedal vio su puntiaguda canoa y su mente evocó los recuerdos de cuando las huestes realistas del Conde de Cartagena se extraviaron en el corazón de la selva en búsqueda y destrucción de los rebeldes. Recordó a esos catires hombres montados en bestias de capas pardas y con muertes desenvainadas que durante 20 días y 20 noches los errantes rondaron la engañosa ciénaga buscando algún escape a su ineludible destino. Ya habían sido vencidos  los más brillantes cartógrafos europeos hasta que en aquel  día se encontraron a un negro cimarrón desnudo, de dos metros de altura, que solo pronunciaba la palabra Camu, pero que con señas y gemidos, los guio hacia la salida de aquel laberinto natural y como premio por su honorable lealtad con la madre patria, recibió la real condecoración, orden de Carlos III y también aceptó el otro regalo ofrecido por esos hombres, el arma más espectacular y perfecta fabricada en los gloriosos talleres de Hefesto; El Machete.
Gracias a esa arma Camú pudo espantar a las oleadas infinitas de frailes, con sus intensiones protervas y con sus ropas que pican, que también pudieron encontrar el camino hacia el sosegado Quilombo de Camú. Pero nunca  necesito el machete, de filo punta y tarama, para luchar contra caimanes de 5 metros que nunca lo pudieron morder. Era esta invencible herramienta, antes propiedad de algún prometeico prócer de la América septentrional, la que velaba cada noche y hacia guardia protegiendo la arcaica Canoa.
El grito de los alcaravanes anunció el azafranado amanecer. Camú arrastro su canoa, hasta que la lodosa agua le llegó al cuello, se monto en ella y remo con su palo de guadua hasta el centro de la ciénaga. Las pescas se tornaron aburridas para Camú desde que en aquella contienda derroto al magnífico e impenetrable señor de las peces, en esa eterna escaramuza que empezó cuando el cimarrón remo tras las prohibidas fronteras y el majestuoso señor de los peces volcó de una sola embestida la vieja Canoa, ninguna arma fue capaz de atravesar la coraza del  indómito así que fue una lucha mortal, bajo el agua, que empezó en estío y finalizó en invierno. Después de 40 días y 40 noches de eternos y apretados forcejeos el enfrentamiento término en aquella trágica y lluviosa noche. La noche de lamentos en la que el glorioso y centenario señor de los peces, cansado de batallar, cedió ante aquel tenaz y belicoso hombre. Su muerte la lloraron todas las especies del meridión, desde lo más alto de la sierra hasta las arenosas playas. Ese combate atormentó a Camú durante sus sueños más nostálgicos.

Cuando llegó al centro de la ciénaga, se paró en su canoa separo bien sus pies, y persiguió con la mirada a los peces que nadaban alrededor de la canoa. La vista de Camú atravesaba la ictérica agua y  podía distinguir los reptiles e invertebrados que estaban en las profundidades de la ciénaga. Así se quedo, hasta el fin del amanecer, cuando el sol se elevo hasta lo más alto de la bóveda celeste. Y que los rayos del astro se metían entre las hojas de arboles y palmeras. En ese momento agarró fuertemente su lanza, sólo con la mano derecha,  y la arrojó con tanta potencia que hizo un agujero permanente en el agua. Atravesó cuatro peces, cada uno de diferente color, colores  deslumbrantes. Casi con la misma velocidad Camú  se arrojó al agua a recoger su botín y a recuperar su lanza. De vuelta en la canoa, navego hacia la orilla desde donde había zarpado. Enterró el machete en la arena y lo dejó custodiando la nave y,  antes de salir de los límites de la ciénaga, rindió tributo al celestial y memorable señor de los peces, y así lo hizo cada día hasta el final de sus días. Después, con los rutilantes peces en la mano izquierda y la pica en la mano derecha; caminó rumbo a su morada.
Hoy hemos tenido buena cazaLe dijo a su lanza.





No hay comentarios:

Publicar un comentario