lunes, 1 de abril de 2013

ALEIDA. Por: Víctor Quintero


Cinco de la mañana. Resuenan las alumínicas ollas concibiendo el arroz con coco y atún para el almuerzo de los niños. La chocolatera arremolina esfuerzos dulces y amorosos, una taza, dos tazas, tres tazas. En la cacerola están los huevos con tomate y cebolla cantando a un ritmo aceitoso y aliñado. En otra olla silban yucas apuradas por ablandarse y mezclarse con el guiso pimientoso rojo y sabrosón. La orquesta es dirigida desde el centro de la cocina por los cantos a capela de Aleida, al ritmo de sus manos habilidosas que toquetean los instrumentos culinarios, artefactos de percusión que alegran la madrugada citadina del noroccidente apenas despertando.
Se abren las persianas de un día más. Levantada desde las cuatro de la mañana, Aleida prepara el almuerzo para sus hijos, Nicolás y Manuela, pequeños seres de piel canela, estudiantes matutinos y soñadores empedernidos. Ella, madre con sangre de maracuyá, debe dejar sus hijos todo el día al cuidado amable, pero distante, de las vecinas. Aleida se rebusca la vida en todos los oficios habidos y por haber, sus capacidades abarcan desde el lavado de ropa hasta la exquisita cocina pacífica, el aseo de casas y la venta de mazorcas con mantequilla en el centro de la ciudad.
Cada día, Aleida sale a bailar cumbias con su destino, y como es bien sabido por los negros de Palenque, la música se baila desde el corazón y se expresa en sonrisas color marfil. Hoy es jueves de Centro y  los tambores anuncian jornada larga. Aleida sale de casa y toma el bus que la arribará hasta El Palo con Ayacucho. En el recorrido observa por la ventana los cambios paisajísticos de la urbe, nota cómo se va transformando su arquitectura de barrio periférico a calles con edificios gigantescos, de colores claros  y repletos de ventanales. El verde se queda atrás, los árboles escasean y el aire se vuelve sonido, pero el color… el color de la vida sigue intacto: anaranjado como la papaya, dulce como el mango, brillante como el sol, sabroso como el zapote.
− ¡Parada! – grita Aleida para que el bus se detenga. Aún no se acostumbra a tocar el timbre.
El pie izquierdo es el primero en tantear el andén. Aleida baja por Ayacucho hasta La Oriental en busca de don Celestino, un conocido quibdoseño que semanalmente le presta una carreta frutera. Son las siete y trece minutos de la mañana. Catorce minutos después la carreta está cargada y lista para el acto principal en la esquina de la Iglesia San José. Respira hondo, afina la garganta, se recoge el cabello con la pañoleta y comienza la función:

Aguacate
Con sal y dos rodajas de tomate
Vení hombre, antojáte.

Piña, fresa, mora
Pa’ la ensalada y el jugo
Comprá señora.

Lulo, kiwi y banano
Porciones de frutas
Pa’ que comás sano.

Compras vienen, compras van, compras al compás. Cantos vienen, cantos van, cantos alegóricos, cantos sin igual. Magníficas tonadas inundan el puesto de frutas atrayendo ciudadanos desprevenidos cual serenata barranquera: suave, pícara y coqueta.
Una de la tarde y veintitrés minutos: la carreta no tiene más melodías frutales para vender. Aleida devuelve la carreta, agradece con una sonrisa y se va calmadamente, con su tumbao natural, hacia la Plazuela de San Ignacio. Se sienta en la banca más cercana a la Ceiba, se descalza los pies y abre el recipiente donde tiene el almuerzo. Come, bebe agua, saborea lentamente cada sensación gustativa, explosiones extáticas al interior de su boca.
Hace calor, la plaza está llena. Hoy hay feria artesanal. Los toldos están organizados estratégicamente con la  intención de atraer y engullir a todo visitante, sea turista, sea un transeúnte habitual como Aleida que ya se ha dejado tentar. Pasa de toldo en toldo observando con sus dedos y palpando con su mirada cualquier diminuto objeto que llama su atención.
− Este le va a gustar a Manuelita− dice mientas compra un anillo de tagua.
En el corazón de la feria, al redor de la fuente, comienza la rumba. Retumban tambores, ululan las gaitas, vibran las maracas y empieza el bailoteo. Aleida escucha la algarabía y sale decidida al danzón, sin complicaciones, sin prejuicios, sin vergüenzas ajenas se mueve al calor del ritmo, girando y cantando al son, perfectamente sincrónica y hermosa. Un paso adelante, un paso atrás. Eleva las manos y gira mirando al cielo, viviendo el día cómo si fuera el primero de su existencia, disfrutando de las corrientes veraniegas que le recuerdan su pueblo natal. Se mueve con soltura, la música le lanza hilos invisibles y la maneja a su antojo, está poseída, exaltada, feliz. La percusión eriza sus venas, baila sin parar, sabrosura tropical. Imposible no quedar maravillado con tan sutil contoneo.
Son las cuatro y cuarenta. Aleida sale apresurada hacia la Avenida La Playa. Tanto baile la distrajo de sus obligaciones. Debe ir a armar su puesto de mazorcas. Compra un guarapo, agarra sus pertenencias y toma nuevo rumbo.
Al llegar a su esquina habitual construye rápidamente la parrilla con cuatro palos, un recipiente para el carbón y la rejilla que ha cargado todo el día. Enciende el carbón que va chispeando musicalidades confundiéndose con los ronroneos de los carros. Aleida monta los maíces, los voltea cuidadosamente con el mismo amor con que prepara la comida en casa y los barniza con mantequilla de vaca y un poco de sal. Algunos granos explotan y sisea la relación entre mantequilla y calor, sumándose a la sinfonía inaugurada por el carbón. El ritmo ha resurgido desde la cotidianidad, pero aún falta la voz principal del coro, falta la voz una voz negra.

Yo ettoy alegre con mi hermano
Ettoy alegre con Batata,
Batata e mi hermano
Qui ha llegao e la playa
Viene con el pejcao…

– Señora, dos mazorcas –
– ¿Para llevar o para comer acá? –
– Para comer aquí –

…Qui ha llegao e la playa
Viene con el pejcao
Cantando la cumbia e Senaida
Y bailando el son
Yo ettoy alegre con mi hermano

Canta Aleida con voz cansada, desgastada, con voz de fruta madura y cáscara débil. Exhala euforia por su garganta ronca. Su piel suda a causa del bochornoso fogón que quema la noche, resaltando la aspereza de su piel, contrastando la claridad de las palmas de sus manos.
Ocho de la noche. Hora de regresar a casa. Una hora más tarde encuentra a los niños durmiendo. Ambos comparten una cama sencilla, están acostados en posiciones opuestas, Manuela mirando hacia la pared, Nicolás mirando hacia al chifonier. Por fortuna, los niños saben prepararse la comida: asar dos arepas, coger dos tajadas de quesito y servirse la aguapanela. Aleida los contempla desde la puerta, se acerca silenciosamente, y forma un vínculo afectivo besando sus dedos índice y corazón y transportándolos, a través del universo, hasta los labios de sus hijos.
Mira por la ventana, observa las lucecitas titilantes del otro lado de la montaña, pequeños puntos naranjados cual estrellas terrenales. La luna está menguando, arrulla su cuerpo fatigado, enamora su alma caprichosa, irisa su imaginación de adolescente. Es tarde, la noche deambula por el cielo como un funámbulo semaforero.
– Hasta mañana, risueña ciudad – 

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