Eran las seis de la
madrugada. Me vestí con pantalón y camiseta de manga larga, botas de montaña,
sombrero y lentes de sol. Preparé mi mochila: mapa, brújula, protector solar,
comida ligera, cantimplora, linterna, botiquín, encendedor y navaja. Mi madre aún
dormía profundamente mientras yo abría la puerta y respiraba el aire frío de la
mañana.
La entrada al sendero
era cercana, por eso yo dormía en la casa materna los sábados en la noche: así
podía comenzar a caminar temprano el domingo. Desde niño, solía caminar por |el
sendero del cerro, al principio como actividad familiar, después junto a amigos
o conocidos que yo convencía y finalmente solo. Pero aquella soledad ya no me
resultaba incomoda: por ella tenía la libertad de tomarme mi tiempo para llenar
mis pulmones de naturaleza y mis oídos de silencio silvestre, sin preocuparme
por nada más.
A fin de cuentas,
caminar ese sendero era para mí un escape. La detestable labor que debía
desempeñar durante el resto de la semana, aquella que me esclavizaba durante
largas jornadas, en la que no me sentía en mi lugar y que no mejoraba mis
condiciones de vida, me tenía agobiado. Por eso, el hecho de salir a caminar
los domingos me permitía hacer escapar los fantasmas del resentimiento de mi
cuerpo desgastado.
Estos eran mis domingos
desde hacía muchos años: la búsqueda de un escape a mi rutina y un acto de
redención imperioso. Un acto impenitente, que realizaba sin más motivación que
aquel escape… excepto ese domingo. Ese día me obsesionaba un asunto que me
parecía absurdo, pero que no abandonaba mi mente. En varias de mis caminatas,
tenía la sensación de divisar a una joven delgada y de cabello negro, caminando
descalza y con un vestido ligero por varios puntos del sendero. No es usual ver
algo así en aquel camino, dónde no vivía gente y la que iba vestía de forma que
pudiesen protegerse del clima. ¿Quién era ella? ¿Por qué estaba allí? ¿Por qué
nunca había podido alcanzarla cuando la divisaba?
Intenté razonar que
aquello no era real, que era un producto de mi imaginación. Pero como seguía
viéndola, me cuestioné si lo que pensaba no sería errado. Así, tomé la decisión
de encontrarla, averiguar quién era y salir de dudas.
Me senté ante mi
escritorio, extendí mi viejo mapa y con un marcador rojo comencé a marcar los
puntos del sendero en los que la había visto. Al contabilizar los
avistamientos, noté que se repetían en puntos específicos, además de que solían
darse en algún lado del sendero y muchas veces en curvas. Intenté encontrar
alguna especie de patrón, pero abandoné dicha tarea dándome cuenta de lo inútil
que resultaba. Finalmente, decidí esperar en esos puntos frecuentes y vigilar
si aparecía. Ese domingo comencé mi tarea.
Cuando llegué al primer
punto, me senté agotado, bebí de mi cantimplora y me comí algunos chocolates.
No evité recordar cuándo con mi familia nos sentábamos a hacer exactamente lo
mismo, cómo comíamos asiduamente lo que mi madre nos daba de su mochila, cómo
jugábamos con las ramas que encontrábamos por ahí mientras ella descansaba.
Aquellos recuerdos me relajaban, me hacían sonreír por momentos.
Hice lo mismo con los
otros puntos. Pero ya se me estaba acabando el agua y se me había acabado la
comida. Me estaba resignando, al menos por ese día, a encontrarla y averiguar
quién era. Decidí regresar.
Cuando iba bajando, ya
estaba pensando en la comida que mi madre me tendría preparada, a pesar de su
edad. La misma comida que, años atrás, preparaba rápidamente luego de que
regresábamos de caminar. Una comida añorada de la infancia, que aún podía
disfrutar gracias a la vitalidad de mi madre.
Pero cuando me faltaba
poco para llegar a la entrada, la vi: escabulléndose hacía lo frondoso del
bosque como una fiera salvaje. Sin pensarlo, me lancé a perseguirla en medio de
la espesa vegetación, corriendo como podía por aquel camino que ya no hacía
parte del sendero. Corría en zigzag hacía donde la veía, hasta encontrarla,
confrontarla y abrazarla con una emoción infinita…
Aún recuerdo aquellos
días en que llegábamos a casa con mi madre, a consumir la comida que ella nos
preparaba con rapidez, mientras jugábamos y discutíamos. Luego nos sentábamos
los tres a comer apaciblemente. Aún recuerdo aquella escena, repetida durante
años y luego reducida al silencio incomodo entre dos personas.
“¿Qué sucede,
madre?”, suelo preguntarle cuando noto sus lagrimas brillantes en medio de su
majestuosa cabellera plateada, adivinando su dolor en medio de su rostro
arrugado. Pero yo sé porque llora, yo también recuerdo aquel fatídico día.
Y ahora, mientras me
hundo en las profundidades de esta naturaleza voraz y asesina, majestuosa como
leona en cacería, yo pregunto: ¿dónde estás, hermanita? ¿Por qué huyes de mí?
¿Por qué me has traído hasta aquí?
Sé que moriré en medio
de estas arenas voraces, sin importar cuánto sople mi silbato, cuánto alumbre
el cielo nocturno o cuanto grite de terror, mientras su silueta se pierde entre
los caminos infinitos de la naturaleza. Hermana, ¿dónde estás? ¿Aún siguen
viva?
Yo soy el autor del cuento y el título aparece mal. El título que pusieron es el que yo le puse al archivo que mandé, pero no el del cuento, el cual puse en el formulario donde decía TÍTULO. El título de un cuento es importante y por este error, me condenaron a perder tontamente.
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ResponderEliminarAsí como usted lo dice el título del cuento es muy importante, pero el archivo que nos envío no lo tenía. Para nosotros es muy complejo saber a qué se refiere al marcar el archivo como "Chaux Francisco", si bien pudo ser un error nuestro suponer que ese era el título, tampoco podíamos modificar el documento porque eso iría en contra de las reglas del concurso. El título debía ir tanto en la inscripción como en el cuento. Si desea podemos cambiarle el nombre en el blog, pero no se puede hacer en el archivo original.
Si tiene alguna duda puede inscribirnos al correo concursocuentoun@gmail.com o comunicarse al 4309569.
Gracias por el cambio. Normalmente, estoy acostumbrado a enviar archivos por internet con mi nombre para que sea fácilmente identificable que fue enviado por mí, ya que no siempre se le facilita al que lo recibe. Si en las bases decía que el archivo debía tener el título del cuento, no me di cuenta. Agradezco de todas formas.
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