Estaba en la cocina de su casa, sentado en
una silla y su cara reposaba sobre la mesa que estaba enfrente de él. Estaba
realmente enfadado, no podía creer que había perdido tanto tiempo en la
búsqueda —por cierto inútil— de unos cuantos tomates frescos y maduros.
Se había levantado a las 5:00 de la
madrugada. Odiaba madrugar tanto, pero era día de “pico y placa” y para llegar
a su oficina debía caminar unas cuadras después de tomar el Metro. Se duchó
rápidamente y salió de casa rumbo a la estación. Paso lento; pero constante y,
en cuestión de minutos, estaba frente a la taquilla comprando el tiquete. Se
bajó del tren cinco estaciones después, junto con un puñado de personas todas
uniformadas igual que él, camisa lisa manga larga, pantalón oscuro con el
quiebre planchado por el frente y
corbata monocromática a rayas.
Era una mañana ruidosa y el humo que
desprendían los carros sofocaba el aire, pero esto poco le interesaba. Debía
autorizar la compra de nuevos electrodomésticos para las cafeterías del
edificio para el que trabajaba, terminar varios informes —nada divertidos—
sobre los gastos del mes pasado y, finalmente, preparar la cena para él y su
prometida. Esto último era lo que de verdad le preocupaba. Su novia tenía un
paladar refinado y esta vez quería causarle una buena impresión preparando unos
tomates gratinados con queso pecorino.
Habían acordado que se verían a las 6:00 de la tarde en su casa para comenzar a
cocinar; sin embargo, él terminaba de trabajar a la hora del almuerzo y decidió
que cocinaría sin su ayuda para tener todo listo para cuando ella llegara.
Al mediodía salió del edificio dispuesto a
comprar los ingredientes. 250 gramos de queso, un manojo de perejil, aceite de
oliva, pimienta, orégano, unas hojas de albahaca y un calabacín para darle el
toque secreto. Encontró todo lo que necesitaba en la primera verdulería en la
que entró. Todo menos el ingrediente principal, los tomates. Se molestó un
poco, debía caminar seis cuadras para llegar a la próxima tienda y el calor del
mediodía era abrasador y asfixiante. Decidido, apuró el paso, el camino se hizo
más largo de lo habitual.
Black
cherry, bombilla,
eros, cherry pera amarillo, tomatillo,
blondkopfchen, green sausage, había de todas las variedades de tomates a excepción
del applause que necesitaba para su
plato. Sólo podía ver unos cuantos, verdes como las praderas más puras de Benaocaz y duros como el concreto
después de secar. Hizo una mueca y salió malhumorado del lugar.
A siete cuadras hacia el sur estaba ubicada
la siguiente tienda más cercana, pero allí tampoco halló tomates. El episodio
se repitió no una, ni dos, sino cinco veces más. Desesperado corría por la
calle, daba la impresión de que se encontraba en un exagerado estado de
embriaguez. De repente se detuvo, dejó caer la bolsa de la única compra que
había realizado hasta el momento y una sonrisa apareció en su rostro. En la
tienda al otro lado de la calle había tomates, ¡tomates rojos! tan rojos como
las flores del árbol del coral, podía verlos desde ese lado de la calle. Cruzó
a toda prisa, entró en la tienda y pidió a uno de los vendedores una libra de
los tomates que tenían en la entrada, pero ¡oh! sorpresa, los tomates habían
“desaparecido”, una mujer los había comprado segundos antes.
Sintió un enredo enorme en la garganta, le
faltó el aire, un nudo de trébol como el de los boy-scouts es lo más parecido a lo que tenía atascado en el cuello.
Lo invadieron unas profundas ganas de llorar y, nuevamente, el desespero se
apoderó de él. El vendedor y los demás compradores del lugar trataron por todos
los medios de tranquilizarlo, pero fue imposible. Él sólo quería tomates rojos
frescos y maduros.
Desconsolado, abandonó la tienda y abordó un
bus que lo llevaría a casa. Tras unos eternos veinte minutos de viaje, llegó a
su destino.
Triste, abatido, enojado y desilusionado
pensaba en todo el tiempo perdido, en lo defraudada que estaría su prometida
—aún cuando ella no sabía de la sorpresa—. Sonó el timbre, era ella. No se
apresuró a abrir. Desalentado como estaba y con los pies pesados caminó lento
hasta la puerta. Abrió y todo cambió al ver lo que ella traía en sus manos,
¡una bolsa llena de tomates maduros! Su novia había recorrido casi toda la
ciudad en busca de los ingredientes, traía ya consigo todo lo necesario. Lo
último que consiguió fueron los tomates que, de no ser por un hombre borracho
que corría atravesando calles a diestra y siniestra, no hubiera visto en la
tienda a pocos pasos de donde ella estaba, allí los encontró deliciosos y
jugosos en la entrada.
Se abrazaron y comenzaron a cortar los
tomates.
Me gusta mucho la forma descriptiva de cada detalle en el cuento. Estuvo muy bien redactado.
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