lunes, 1 de abril de 2013

ESA LÁMPARA EN LA NOCHE. Por: Luis Felipe Vélez Pérez


Dos suaves golpes sonaron en la puerta. La señora Arteaga, hallándose en la cocina, no demoró en abrir. De frente encontró a su hijo, taciturno y sumido en una verdadera angustia. Sin abandonar ese estado, el joven se dirigió hacia ella.
- Mi padre me ha humillado: me ha dicho que no volveré a poner un pie en su casa.
- ¡Sh! Entra hijo, que no te escuchen los vecinos- afirmó la voz fina de la señora.
El muchacho apenas alzaba la cabeza, estaba realmente afligido. Venía con una sencilla camisa gris y se abrazaba sutilmente para apartar el frío que sentía. Al entrar en el pequeño apartamento de su madre se dio cuenta de que allí había un clima diferente, y de inmediato bajó los brazos. Al momento se arrojó sobre el cuerpo de la vieja mujer. Esta, bajando su ajada mano sobre el oscuro cabello del joven, se conmovió de su tristeza y quiso saber lo ocurrido.
- Cuéntame qué pasó, qué te dijo.
Y aún sintiendo la tibieza del cuerpo de su madre, el joven le narró lo sucedido.
- Fui a su casa teniendo la certeza de que, tras muchos años discutiendo, por lo menos tendríamos una conversación donde podríamos escucharnos uno al otro. Pero no, hubo de todo menos conversación. Al escuchar que llamaban a la puerta, se asomó por el balcón y al verme tan solo me dijo: “¿qué necesitas?”. Créeme, madre, que eso me indispuso terriblemente y me removió el corazón. Porque sentí que no se estaba dirigiendo a su hijo, sino a un extraño, a una de esas personas que tocan de casa en casa ofreciendo un producto cualquiera. Mi respuesta, para agravar las cosas, fue más cortante todavía. Le dije que venía a hacerle saber todo lo que se había equivocado en la vida. Y claro, de inmediato su figura se escondió tras la baranda del balcón y la puerta principal permaneció cerrada. Me trepé por un tubo y entré a la casa por ese mismo balcón. Fue inevitable para los dos: discutimos.
En ese momento, el joven se desprendió de la vieja, tomó aire lentamente y trató inútilmente de secarse las lágrimas. La mujer lo condujo a un cómodo sillón ubicado en la sala y allí, sentados, se miraron quedamente por primera vez en la tarde.
- No hay remedio para tanta desidia de tu padre hacia el diálogo.
- ¡Es horrible esto, madre! Tal vez sea yo un reflejo exacto de él, porque… no sé.
- Repartir culpas y desprenderse de responsabilidades es muy sencillo. Asumir los errores… eso, hijo, poco lo practica la gente. Hoy día vale más estudiar y prepararse para justificarse ante los demás que para repararse interiormente y soportar lo difícil pero valioso que es tener consciencia de los actos propios.
El joven miró a su madre no sin admiración, pero calló. Al instante, decidió mirar por la ventana. A lo lejos, sobre una colina, tan solo un hilo de luz naranja sobrevivía a la llegada de la noche oscura. En ese momento pensó cuan similar se hallaba su corazón: un tibio amor por su padre, casi imperceptible y a punto de desaparecer ante la extensa noche, opaca y oscura, como el resentimiento que ahora lo inundaba por dentro.
Su madre, que se había levantado para traerle un café, estaba de nuevo a su lado, con su mirada compasiva, con su benévola presencia y su gracia sencilla y acogedora.
- No sé madre si todo lo malo que me achaca mi padre es realmente cierto o no- continúo el joven con voz marchita.- ¿Dónde está mi prepotencia, mi soberbia y mi egoísmo? Simplemente quiero vivir cómodamente, disfrutar y complacer mis deseos y gozar al tiempo de cierta independencia… llevar mi vida a mi manera. No entiendo qué lo hiere y no alcanzo a comprender por qué se niega a ayudarme y apoyarme en eso.
- Él toma las cosas de manera distinta- dijo su madre alargando la taza de café a su hijo. - Yo considero que tus deseos son válidos y puedes aspirar a ellos, pero sin desconocer que tienes también, quizá como todos, límites en tu vida y compromisos con otras personas.
- ¿Cómo conocer los límites? ¿Cómo saber a quién lastimo y a quién dejo de hacer el bien con lo que pienso y lo que hago?
- Esa es tal vez una cuestión que debe resolverse eternamente en tu consciencia, aunque no con eso basta. Es necesario también hacer parte de una consciencia social. Verás- se acomodó la señora Arteaga nuevamente en el sillón, junto a su hijo, y continuó-, mi vida junto a tu padre duró hasta que me hice cargo de mi destino. Descubrí que no podía seguir habitando el mismo techo con un hombre convencido de sus precarias visiones de la vida. Él se ha querido siempre tanto que pocas veces me descubrió preocupada, angustiada o asediada por una tristeza profunda. Descuidó mis gestos, mis suspiros y sollozos y se dedicó a sí mismo, como si yo no existiera. Y a eso no debes llegar. Es preciso que evalúes siempre el hacer propio y el hacer de los demás, el sentir propio y el sentir de los que te rodean, y quizá así llegues a tener algún día una consciencia social que vaya irremediablemente unida, provechosamente, con tu propia consciencia.
Nuevamente, las palabras de la anciana impactaron notablemente al joven. Sabiendo que había acabado de dejar en su hijo una idea para someter a juicio su comportamiento, se levantó a cerrar la ventana. Había comenzado a llover. Ya ninguna luz tenía la tarde, pero las lámparas de la calle que conducía al edificio se habían encendido. La noche no era pues tan opaca y oscura, o no se veía así. Sin embargo, hacía frío.
El joven terminó en pocos sorbos su café y dejó que su madre llevara la taza a la cocina. Mientras tanto, sin quererlo, sus ojos se detuvieron sobre un libro cerrado que se hallaba en un borde de la mesita de la sala, a unos pasos del sillón. De lejos no logró leer el título y sintió un vivo deseo de saber qué libro era. Tenía solamente un hermano menor, de 11 años y a quien aventajaba en 7, y la única persona que podría estar leyendo esa obra era su madre. Se levantó sin quitarle la vista y dio dos pasos hacia la mesita, y pudo leer el título sujetando el libro ya sin mucho interés: Humillados y ofendidos.
El texto volvió a quedar en la misma esquina de la mesita. Su madre había vuelto y percibió el gesto de su hijo, otra vez sentado, pensativo. Con sus dedos rugosos sujetó el libro y se dispuso cómodamente al lado del joven. Abrió con maestría una página señalada en medio de la obra y miró decididamente hacia esa figura cabizbaja; le dijo sin leer nada:
- No puede hacer uno más ni menos que asumir los acontecimientos de la vida con cierto esfuerzo, es decir, con criterio. Y si tus decisiones no te traen siempre tranquilidad, y si las decisiones de los demás, aunque ofendan y lastimen, no te proporcionan felicidad ni dicha, una consciencia bien formada sí puede asegurarte una pizca de tranquilidad, ¡y cuánto vale la tranquilidad!
- Sí- inquirió el joven-, la consciencia, la buena consciencia.- Y quedó atento a la lluvia que bajaba incesante desde arriba, viéndola a través del cristal.
Su madre, con la tranquilidad con que había recibido a su hijo, le atravesó una caricia certera por la mejilla y lo dejó sosegado. Él, preso ya de razones y preguntas, celebró dentro de sí el hecho de no poder volver a poner un pie en la casa de su padre.

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