lunes, 1 de abril de 2013

DIEGO.Por:Javier Darío Pastrana Acosta


Diego no quería desayunar esa mañana. No se sentía lo suficientemente activo como para masticar aquella comida en aquel plato servido en la mesa. No se había levantado triste, ni aburrido ni con pereza, solo quería permanecer en su habitación. Su madre, al no recibir respuesta al tercer llamado para desayunar, decidió desistir y emprender camino hacia el trabajo. El padre de Diego vivía en una ciudad diferente, un tanto lejos como para visitarlos a menudo. A Diego le daba igual pero le gustaba mucho que su padre conservara contacto con su madre.
Diego era como cualquier otro muchacho de 18 años, preocupado por su apariencia, se esforzaba en sus estudios, era un tanto adicto a la tecnología y por fortuna, nunca le había faltado nada material. Era algo tímido para entablar conversaciones con las mujeres y algunos compañeros de clase lo veían como el más reservado de todos. Sí contaba con ciertos amigos pero algo excéntricos a comparación de su perfil. Uno de ellos, Juaco, era conocido en la ciudad por tener la colección más grande de artículos relacionados a Lionel Messi, el jugador de fútbol. Había aparecido en el periódico municipal y unas cuantas veces en canales de televisión. Su pasión por el futbol rayaba con la razón. El otro amigo cercano a Diego, pues sólo eran dos, era una niña: Pilar. En el barrio la conocían como “la república”, seguramente porque era “reee-pública”. Nunca tuvo buena fama pero siempre ayudaba  a Diego con los deberes y le instruía en cosas que los hombres siempre han querido saber sobre las mujeres. El trió de compañeros se reunía casi siempre en casa de este último, aprovechando la ausencia de la mamá.
Ese día, después del almuerzo que sin prisa Diego resolvió preparar tras renunciar a los cereales del desayuno, sus amigos no aparecieron. No le dio importancia y se dispuso a matar el tiempo en su dormitorio con algunas revistas que socialmente no son bien recibidas. Estrenó una radio que su padre le había obsequiado  pero en ella solo se sintonizaba una estación, y justo con Ricardo Arjona y una canción que hablaba de “jugar a la ruleta rusa con ganas de perder”. Diego la apagó aburrido inmediatamente y se concentro en las revistas prohibidas.
Paso por lo menos una hora y este último, un tanto decepcionado, escuchó una serie de sonidos que nunca antes en su corta vida había escuchado. No era una tonalidad armoniosa de esas que te brinda la música, no se escuchaban instrumentos, no eran sonidos animales ni gemidos humanos. Era un ruido exótico, extraño y un tanto perturbador, como si diera respuesta a los mitos del  canto de los ángeles o a la presencia de las sirenas melodiosas en las travesías de Ulises en la Odisea. Diego no podía concebirlo ni entenderlo pero era tal el placer de procesar en su cabeza ese compas y ese ritmo que cayó profundamente dormido.
Al despertarse, gritó. Gritó como si hubiese presenciado el más atroz de los asesinatos o como si de su carne le fuese cercenado alguno de sus miembros. Era tal el susto que volvió a cerrar sus ojos irritados por lo menos tratando de entender mentalmente que había sucedido. Diego ya no se encontraba en su cuarto. Diego había dejado su cuarto, víctima de tan apacible concierto para encontrarse en ese lugar donde la razón humana nunca intentó llegar.
Ya más calmado reabrió sus ojos ahora al tiempo en que su cabeza procuraba dar explicación a lo que se estaba observando. No dudo en sospechar en que era un sueño pero el tiempo de su estadía poco a poco le iba arrebatando esa idea. Dejó el desespero y le dio bienvenida a la exploración. Diego era consciente que tal vez su adicción a los juegos de video, las películas de ciencia ficción que veía a diario, algunos estudios crípticos que en su tiempo libre revisaba,  le habían provocado esta especie de estado mental, le estaban jugando una broma, como si lo hubiesen drogado y ubicado en ese espacio muy relacionado al escenario del purgatorio del que debate la religión cristiana.
A Diego, al pasar el tiempo, le empezó a parecer ya casi normal y un tanto estúpido. No había mucho para hacer en ese lugar, tal vez solo recostarse y despejar la mente. Nunca pensó que la realidad a la cual se veía sometido podía configurarse de tal manera que sus conocimientos, su misma dignidad y filosofía de vida se vieran cuestionados. Se reía a carcajadas porque percataba que no podía compartir el descubrimiento con nadie, absolutamente nadie. No sabía cuánto iba a permanecer allí  ni que misión cumplía en ese entonces. Al rato se acordó de lo efímero que había sido su vida y las situaciones y personajes que habían pasado por ella. Sus estudios, amigos, familiares, anécdotas, gustos y disgustos rondaron su mente tan solo por segundos. A Diego le daba igual que pasaría con todos estos.
A la larga, se preguntaba cómo demonios enfrentaba semejante situación: hasta que punto todo lo que había creído, vivido y presenciado ya no le era de vital importancia. Asumía entonces que la única solución a eso que le estaba sucediendo era dejarlo así. Se recostó sobre todo esa sensación tan oscura, esta vez tan oscura pero tan oscura que no tuvo necesidad de cerrar los ojos.
Al tiempo comprendió, en ese momento de su existir, tan solo en ese maldito momento, que lo rodeaba la tranquilidad.

Fin. 

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