Diego
no quería desayunar esa mañana. No se sentía lo suficientemente activo como
para masticar aquella comida en aquel plato servido en la mesa. No se había
levantado triste, ni aburrido ni con pereza, solo quería permanecer en su
habitación. Su madre, al no recibir respuesta al tercer llamado para desayunar,
decidió desistir y emprender camino hacia el trabajo. El padre de Diego vivía
en una ciudad diferente, un tanto lejos como para visitarlos a menudo. A Diego
le daba igual pero le gustaba mucho que su padre conservara contacto con su
madre.
Diego
era como cualquier otro muchacho de 18 años, preocupado por su apariencia, se
esforzaba en sus estudios, era un tanto adicto a la tecnología y por fortuna,
nunca le había faltado nada material. Era algo tímido para entablar
conversaciones con las mujeres y algunos compañeros de clase lo veían como el
más reservado de todos. Sí contaba con ciertos amigos pero algo excéntricos a
comparación de su perfil. Uno de ellos, Juaco, era conocido en la ciudad por
tener la colección más grande de artículos relacionados a Lionel Messi, el
jugador de fútbol. Había aparecido en el periódico municipal y unas cuantas
veces en canales de televisión. Su pasión por el futbol rayaba con la razón. El
otro amigo cercano a Diego, pues sólo eran dos, era una niña: Pilar. En el
barrio la conocían como “la república”, seguramente porque era “reee-pública”.
Nunca tuvo buena fama pero siempre ayudaba
a Diego con los deberes y le instruía en cosas que los hombres siempre
han querido saber sobre las mujeres. El trió de compañeros se reunía casi
siempre en casa de este último, aprovechando la ausencia de la mamá.
Ese
día, después del almuerzo que sin prisa Diego resolvió preparar tras renunciar
a los cereales del desayuno, sus amigos no aparecieron. No le dio importancia y
se dispuso a matar el tiempo en su dormitorio con algunas revistas que
socialmente no son bien recibidas. Estrenó una radio que su padre le había
obsequiado pero en ella solo se
sintonizaba una estación, y justo con Ricardo Arjona y una canción que hablaba
de “jugar a la ruleta rusa con ganas de perder”. Diego la apagó aburrido
inmediatamente y se concentro en las revistas prohibidas.
Paso
por lo menos una hora y este último, un tanto decepcionado, escuchó una serie
de sonidos que nunca antes en su corta vida había escuchado. No era una
tonalidad armoniosa de esas que te brinda la música, no se escuchaban
instrumentos, no eran sonidos animales ni gemidos humanos. Era un ruido
exótico, extraño y un tanto perturbador, como si diera respuesta a los mitos
del canto de los ángeles o a la
presencia de las sirenas melodiosas en las travesías de Ulises en la Odisea.
Diego no podía concebirlo ni entenderlo pero era tal el placer de procesar en su
cabeza ese compas y ese ritmo que cayó profundamente dormido.
Al
despertarse, gritó. Gritó como si hubiese presenciado el más atroz de los
asesinatos o como si de su carne le fuese cercenado alguno de sus miembros. Era
tal el susto que volvió a cerrar sus ojos irritados por lo menos tratando de
entender mentalmente que había sucedido. Diego ya no se encontraba en su
cuarto. Diego había dejado su cuarto, víctima de tan apacible concierto para
encontrarse en ese lugar donde la razón humana nunca intentó llegar.
Ya
más calmado reabrió sus ojos ahora al tiempo en que su cabeza procuraba dar
explicación a lo que se estaba observando. No dudo en sospechar en que era un
sueño pero el tiempo de su estadía poco a poco le iba arrebatando esa idea.
Dejó el desespero y le dio bienvenida a la exploración. Diego era consciente
que tal vez su adicción a los juegos de video, las películas de ciencia ficción
que veía a diario, algunos estudios crípticos que en su tiempo libre
revisaba, le habían provocado esta
especie de estado mental, le estaban jugando una broma, como si lo hubiesen
drogado y ubicado en ese espacio muy relacionado al escenario del purgatorio
del que debate la religión cristiana.
A
Diego, al pasar el tiempo, le empezó a parecer ya casi normal y un tanto
estúpido. No había mucho para hacer en ese lugar, tal vez solo recostarse y
despejar la mente. Nunca pensó que la realidad a la cual se veía sometido podía
configurarse de tal manera que sus conocimientos, su misma dignidad y filosofía
de vida se vieran cuestionados. Se reía a carcajadas porque percataba que no
podía compartir el descubrimiento con nadie, absolutamente nadie. No sabía
cuánto iba a permanecer allí ni que
misión cumplía en ese entonces. Al rato se acordó de lo efímero que había sido
su vida y las situaciones y personajes que habían pasado por ella. Sus
estudios, amigos, familiares, anécdotas, gustos y disgustos rondaron su mente
tan solo por segundos. A Diego le daba igual que pasaría con todos estos.
A la
larga, se preguntaba cómo demonios enfrentaba semejante situación: hasta que
punto todo lo que había creído, vivido y presenciado ya no le era de vital
importancia. Asumía entonces que la única solución a eso que le estaba
sucediendo era dejarlo así. Se recostó sobre todo esa sensación tan oscura,
esta vez tan oscura pero tan oscura que no tuvo necesidad de cerrar los ojos.
Al
tiempo comprendió, en ese momento de su existir, tan solo en ese maldito
momento, que lo rodeaba la tranquilidad.
Fin.
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