Como un alma en pena
caminó hasta el centro del húmedo y desolado parque, él tam-bién lo estaba. Sólo era observado por los pájaros que
esperaban, como costumbre, que les lanzara algunas de las migajas que cargaba
en una pequeña bolsa azul. Pero esa vez no lo hizo, ya no lo haría nunca. Los
pájaros se comían las migajas y, sin decir gracias, se iban de ahí en busca de
otra fuente de alimento o diversión. Por esa razón no se las dio, no quería que
se fueran, no quería sentirse solo ni un día más. La tarde era espléndi-da y
daba tristeza disfrutar solo cada momento de ésta hasta la muerte del enfermo
sol. En ese parque y en esa banca había vivido las tardes de sus últimos veinte
años, todas soleadas, todas húmedas, sin una nube gris que se asomase nunca por
el cielo. Desde hacía veinte años esos pájaros comían de sus migajas y se
largaban. ¿Qué pasaría por sus pequeñas cabezas cuando él se negó a alimentarlos?
Seguro creyeron que se había vuelto loco.
En las
mañanas no hacía nada. Se sentaba en una sala a ver pasar sus recuerdos: perso-nas,
olores, sonidos y situaciones que habían significado algo para él en un pasado
no determinado. Pasaban una y otra vez en frente de sus narices. En ciertos
momentos en-traba a escenas de su pasado desde ángulos opuestos a como las
había vivido y hacía de espectador pasivo de las decisiones que fueron cambiando
poco a poco su rumbo. Pero, el día que se negó a darle de comer a los pájaros,
ninguna imagen hizo su desfile. No ha habido mañana más desolada. Esperó
durante una eternidad a que se asomara al menos un solo recuerdo, el más
miserable, alguna situación incómoda o un olor desagradable. Nada. Durante ese
martirio sus sentidos no recibieron el más ínfimo estímulo. Tal vez fue esa
desolación tan injusta la que le empujó a comportarse de tal manera con sus asi-duos
visitantes.
Esa noche tampoco lo acompañó la rutina. No
salió corriendo del parque en cuanto se escondió el sol ni esquivó el tumulto de almas que corrían siempre,
al igual que él, asustadas y en distintas direcciones. Tampoco se encerró en su
habitación. Ese día no, ese día se hartó
de todo eso.
No se perdía de nada. Su habitación no era más
que una cueva pequeña y oscura en la que difícilmente cabía. No ha habido sitio
más silencioso. Usualmente, estando allí, re-cordaba las escenas de la mañana y
el sonido que hacían los pájaros en la tarde. Pero esos pájaros sólo hacían
sonidos mientras comían, de lo contrario se quedaban estáticos, observándolo
con sus inmóviles ojos. Sabía que esa noche no tendría nada para recor-dar.
Tuvo que
sentir algo de arrepentimiento, al menos antes de comprenderlo todo. Está claro
que lo que sucedió estaba escrito. En estas tierras no pasa nada sin que
alguien an-tes lo anuncie, ese era un premio o castigo que estaba dictado desde
hace mucho, desde antes de su llegada. Nadie, hasta ese entonces, había visto
como era una noche en aquél parque. Él tuvo la oportunidad de hacerlo, y no
sólo eso, ha sido el único. Siempre he-mos creído que es mejor no enterarse de
ciertas cosas. Al principio sintió algo muy libe-rador y refrescante, pero cuando
miró de cerca la realidad que los demás habían siempre evadido, quedó atónito.
Mientras avanzaba la noche, aquél lugar se llenó de horrorosos sonidos, la
humedad aumentó y una espesa niebla cubrió todo. Los recuerdos pasaban tan
velozmente frente a él que no podía distinguir uno de otro, todos se mezclaban
en una sola imagen opaca y triste. En menos de un segundo el cielo se despejó y
el sol em-pezó a mostrarse nuevamente, totalmente sano, mientras los pájaros se
congregaban en torno a su banca. Ya era de tarde.
Sólo fue un segundo. Un segundo devastador
en el que descubrió que aquellos pájaros eran los sueños que nunca alcanzó a
cumplir, y que él, en efecto, era un alma en pena.
No hay comentarios:
Publicar un comentario