lunes, 1 de abril de 2013

EL SONIDO DE LOS PÁJAROS. Por: Edwar Samir Posada Murillo


Como un alma en pena caminó hasta el centro del húmedo y desolado parque, él tam-bién lo estaba.  Sólo era observado por los pájaros que esperaban, como costumbre, que les lanzara algunas de las migajas que cargaba en una pequeña bolsa azul. Pero esa vez no lo hizo, ya no lo haría nunca. Los pájaros se comían las migajas y, sin decir gracias, se iban de ahí en busca de otra fuente de alimento o diversión. Por esa razón no se las dio, no quería que se fueran, no quería sentirse solo ni un día más. La tarde era espléndi-da y daba tristeza disfrutar solo cada momento de ésta hasta la muerte del enfermo sol. En ese parque y en esa banca había vivido las tardes de sus últimos veinte años, todas soleadas, todas húmedas, sin una nube gris que se asomase nunca por el cielo. Desde hacía veinte años esos pájaros comían de sus migajas y se largaban. ¿Qué pasaría por sus pequeñas cabezas cuando él se negó a alimentarlos? Seguro creyeron que se había vuelto loco.
   En las mañanas no hacía nada. Se sentaba en una sala a ver pasar sus recuerdos: perso-nas, olores, sonidos y situaciones que habían significado algo para él en un pasado no determinado. Pasaban una y otra vez en frente de sus narices. En ciertos momentos en-traba a escenas de su pasado desde ángulos opuestos a como las había vivido y hacía de espectador  pasivo de las decisiones que fueron cambiando poco a poco su rumbo. Pero, el día que se negó a darle de comer a los pájaros, ninguna imagen hizo su desfile. No ha habido mañana más desolada. Esperó durante una eternidad a que se asomara al menos un solo recuerdo, el más miserable, alguna situación incómoda o un olor desagradable. Nada. Durante ese martirio sus sentidos no recibieron el más ínfimo estímulo. Tal vez fue esa desolación tan injusta la que le empujó a comportarse de tal manera con sus asi-duos visitantes.
   Esa noche tampoco lo acompañó la rutina. No salió corriendo del parque en cuanto se escondió el sol  ni esquivó el tumulto de almas que corrían siempre, al igual que él, asustadas y en distintas direcciones. Tampoco se encerró en su habitación. Ese día no, ese día se  hartó de todo eso.
   No se perdía de nada. Su habitación no era más que una cueva pequeña y oscura en la que difícilmente cabía. No ha habido sitio más silencioso. Usualmente, estando allí, re-cordaba las escenas de la mañana y el sonido que hacían los pájaros en la tarde. Pero esos pájaros sólo hacían sonidos mientras comían, de lo contrario se quedaban estáticos, observándolo con sus inmóviles ojos. Sabía que esa noche no tendría nada para recor-dar.
   Tuvo que sentir algo de arrepentimiento, al menos antes de comprenderlo todo. Está claro que lo que sucedió estaba escrito. En estas tierras no pasa nada sin que alguien an-tes lo anuncie, ese era un premio o castigo que estaba dictado desde hace mucho, desde antes de su llegada. Nadie, hasta ese entonces, había visto como era una noche en aquél parque. Él tuvo la oportunidad de hacerlo, y no sólo eso, ha sido el único. Siempre he-mos creído que es mejor no enterarse de ciertas cosas. Al principio sintió algo muy libe-rador y refrescante, pero cuando miró de cerca la realidad que los demás habían siempre evadido, quedó atónito. Mientras avanzaba la noche, aquél lugar se llenó de horrorosos sonidos, la humedad aumentó y una espesa niebla cubrió todo. Los recuerdos pasaban tan velozmente frente a él que no podía distinguir uno de otro, todos se mezclaban en una sola imagen opaca y triste. En menos de un segundo el cielo se despejó y el sol em-pezó a mostrarse nuevamente, totalmente sano, mientras los pájaros se congregaban en torno a su banca. Ya era de tarde.  
   Sólo fue un segundo. Un segundo devastador en el que descubrió que aquellos pájaros eran los sueños que nunca alcanzó a cumplir, y que él, en efecto, era un alma en pena.

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