Es el mes de septiembre del año 1917. En la ciudad de
Buenaventura, el atardecer es ocre, un día
de duelo acaba de finalizar. Hace veinte años mi familia llegó a este puerto en
el pacífico después de derrotar, junto a Baden-Powell, a los Ashanti; otrora el
imperio más rico y bélico de la Costa de Oro. A pesar de tener gran cantidad de
tierras, mis abuelos, David Cox y su esposa Irma, decidieron dejarlo todo. Siempre
me pregunté ¿Por qué mis abuelos eligieron este lugar para vivir? Pudieron regresar
a Inglaterra, emigrar a Estados Unidos, dirigirse a una colonia en el Caribe
como Trinidad o establecerse en Argentina. En lugar de eso ¡estamos en un inhóspito
lugar infestado de paludismo! Es como si estuviésemos huyendo u ocultándonos. Aún sigo sin
comprender sus razones.
Disperso todo pensamiento, me dispongo a visitar en la
prisión, a Akosua. Tiene alrededor de noventa años pero es tan fuerte como el
flamiré, un árbol de África Occidental de donde ella es oriunda. Su rostro
enjuto, tallado por el abrazante sol, refleja paz y fortaleza sobrenaturales. Ella
es la única persona que me queda en la vida, la madre que nunca conocí, un vínculo
casi maternal que me gustaría conservar estando a su lado, afrontando así la terrible
soledad que afecta mi vida tras la muerte de mis abuelos, muerte por la cual
Akosua está siendo acusada.
— ¿Por qué mataste a mis
abuelos? ¿Qué hicieron tan horrible para que acabaras con sus vidas? — pregunté
entristecido.
— Respóndete a ti mismo esa pregunta Will Cox ¿Por qué se me
acusa de algo que no he hecho? — tras decir lo anterior Akosua clava su mirada
fijamente en mí, con su sonrisa perturbadora dice—. Cumpliste tu cometido: ¡Deja
de ocultarte y trae la lluvia!
No comprendí nada de lo que me había dicho, pensaba que ella fingía
demencia para enfrentar el juicio. Salgo de la prisión, al llegar a mi hogar me
dispongo a relajarme, bebo una botella de ron. Tras fumar unos cigarros caigo
en un profundo sueño. Al cabo de unas horas me despierta un insoportable calor,
veo que el edificio se halla envuelto en llamas, por más que pido ayuda no hay
quien pueda socorrerme. La situación es desesperante, todo se cae a pedazos, entonces,
vislumbro una lánguida figura: ¡es Akosua! Ella se abalanza hacia mí como un felino
espectral, protegiéndome bajo su enorme manto de seda oscura…
Despierto en la prisión. He estado inconsciente durante dos
días, sin quemadura, sin daño alguno. Se me acusa de asesinato, el único
sospechoso por la muerte de mis abuelos, y de querer borrar las evidencias al incendiar nuestra casa. Pregunto
por Akosua; no prestan atención a mis palabras. Profundamente consternado me
dirijo a la ventana, observo a través de los barrotes el atardecer. A lo lejos
diviso humo y una rojiza figura serpenteante que comienza a aproximarse: es un
incendio que comienza a expandirse y a embestir como demonio, amenazando con calcinar
todo a su alrededor: chozas y vidas de inocentes
pobladores de raza negra, descendientes de esclavos africanos. Contemplo con horror
la escena, petrificado de temor caigo en un desenfrenado shock: veo a través
del fuego una aldea africana en una lid
de sangre, metralla y cadáveres mutilados. Veo a mi abuela disparar a quema
ropa contra una nativa que carga a su hijo recién nacido. Herida de muerte, la
mujer deja caer al niño sobre un gran charco de lodo claro. La abuela Irma se
dirige al charco de lodo y ve que una pequeña figura comienza a emerger del
fango. Ella tiene el dedo en el gatillo,
va a disparar; pero de repente, sus fríos ojos grises se llenan de lágrimas, una
exclamación de júbilo, una sorpresa se
expresa en su rostro cuando distingue a un recién nacido de piel blanca y ojos verdes,
a quien se apresta rápidamente a cargar
y abrigar. Mi abuelo David, en el fragor de la batalla, avanza disparando
indiscriminadamente contra los ancianos y niños, dice: “¡Los insurrectos ashanti
no deben osar luchar contra el Imperio británico!”
A la mañana siguiente el incendio se ha extinguido por una
inesperada y fuerte tormenta. La ciudad se ha salvado y las personas comienzan
a realizar labores de reconstrucción. En la prisión los guardias conversan mientras pasan turno por las celdas
—Créeme amigo: ¡Cox
está muy loco! le habla a una mujer imaginaria llamada Akosua, a la que últimamente “visita”
en esta cárcel y acusa de la muerte de sus abuelos. Esa familia nunca tuvo
empleados; siempre vivieron solos.
— ¿Por qué podía el
señor Cox venir libremente a esta ratonera?
— ¿Por qué va a ser? él paga la mayor parte de nuestros salarios por cuidar sus
tierras. ¡Ésta prisión es casi suya! Aunque creo que también paga el salario
del juez; antes del incendio de su casa, Cox estuvo fuera de prisión siendo el
único sospechoso de asesinar a sus abuelos. El juez y nuestro capitán decían “es
inofensivo” pero, para mí, Cox es un enfermo, que dio de comer a sus abuelos
cabello humano y seda de araña ocultos en los alimentos ¿Sabes qué sacaron de los
estómagos de esos viejos? Unas bolas de pelos que causaron una grave
obstrucción; murieron de forma dolorosa.
Algo terrible debieron de hacerle para que él actuara así.
— ¿Es verdad que del
interior de esas bolas salieron gran cantidad de arañas?
—No lo sé. Sólo sé que después del terrible desastre de ayer, recuerdo las palabras que mi abuela
pronunciaba después de un incendio: “gracias al cielo que Anansi ha traído la
lluvia”
Al llegar a la celda de Will Cox la expresión de los guardias
cambia bruscamente
— ¿Qué demonios está pasando aquí? ¿Quién es este? ¿Acaso no
era blanco el sujeto que estaba en esta celda?
Sobre el suelo yace el cuerpo sin vida de un fornido hombre negro. Su cadáver no presenta algún tipo de herida o golpe
contundente; solo está cubierto por abundantes capas de lodo blanco que
comienza a desprenderse de su piel, como si hubiese estado oculto en el fango por
un largo tiempo.
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