lunes, 1 de abril de 2013

EL ALUCINANTE DELIRIO DE UN DIOS DORMIDO.Por: Carlos Guillermo Esquivel Ramírez


Es el mes de septiembre del año 1917. En la ciudad de Buenaventura, el atardecer es ocre,  un día de duelo acaba de finalizar. Hace veinte años mi familia llegó a este puerto en el pacífico después de derrotar, junto a Baden-Powell, a los Ashanti; otrora el imperio más rico y bélico de la Costa de Oro. A pesar de tener gran cantidad de tierras, mis abuelos, David Cox y su esposa Irma, decidieron dejarlo todo. Siempre me pregunté ¿Por qué mis abuelos eligieron este lugar para vivir? Pudieron regresar a Inglaterra, emigrar a Estados Unidos, dirigirse a una colonia en el Caribe como Trinidad o establecerse en Argentina. En lugar de eso ¡estamos en un inhóspito lugar infestado de paludismo! Es como si estuviésemos  huyendo u ocultándonos. Aún sigo sin comprender sus razones.
Disperso todo pensamiento, me dispongo a visitar en la prisión, a Akosua. Tiene alrededor de noventa años pero es tan fuerte como el flamiré, un árbol de África Occidental de donde ella es oriunda. Su rostro enjuto, tallado por el abrazante sol, refleja paz y fortaleza sobrenaturales. Ella es la única persona que me queda en la vida, la madre que nunca conocí, un vínculo casi maternal que me gustaría conservar estando a su lado, afrontando así la terrible soledad que afecta mi vida tras la muerte de mis abuelos, muerte por la cual Akosua está siendo acusada.
— ¿Por qué mataste a mis  abuelos? ¿Qué hicieron tan horrible para que acabaras con sus vidas? — pregunté entristecido.
— Respóndete a ti mismo esa pregunta Will Cox ¿Por qué se me acusa de algo que no he hecho? — tras decir lo anterior Akosua clava su mirada fijamente en mí, con su sonrisa perturbadora dice—. Cumpliste tu cometido: ¡Deja de ocultarte y trae la lluvia!
No comprendí nada de lo que me había dicho, pensaba que ella fingía demencia para enfrentar el juicio. Salgo de la prisión, al llegar a mi hogar me dispongo a relajarme, bebo una botella de ron. Tras fumar unos cigarros caigo en un profundo sueño. Al cabo de unas horas me despierta un insoportable calor, veo que el edificio se halla envuelto en llamas, por más que pido ayuda no hay quien pueda socorrerme. La situación es desesperante, todo se cae a pedazos, entonces, vislumbro una lánguida figura: ¡es Akosua! Ella se abalanza hacia mí como un felino espectral, protegiéndome bajo su enorme manto de seda oscura…

Despierto en la prisión. He estado inconsciente durante dos días, sin quemadura, sin daño alguno. Se me acusa de asesinato, el único sospechoso por la muerte de mis abuelos, y de querer borrar las  evidencias al incendiar nuestra casa. Pregunto por Akosua; no prestan atención a mis palabras. Profundamente consternado me dirijo a la ventana, observo a través de los barrotes el atardecer. A lo lejos diviso humo y una rojiza figura serpenteante que comienza a aproximarse: es un incendio que comienza a expandirse y a embestir como demonio, amenazando con calcinar todo a su alrededor: chozas y vidas de  inocentes pobladores de raza negra, descendientes de esclavos africanos. Contemplo con horror la escena, petrificado de temor caigo en un desenfrenado shock: veo a través del fuego una aldea africana en  una lid de sangre, metralla y cadáveres mutilados. Veo a mi abuela disparar a quema ropa contra una nativa que carga a su hijo recién nacido. Herida de muerte, la mujer deja caer al niño sobre un gran charco de lodo claro. La abuela Irma se dirige al charco de lodo y ve que una pequeña figura comienza a emerger del fango. Ella tiene el dedo en el  gatillo, va a disparar; pero de repente, sus fríos ojos grises se llenan de lágrimas, una exclamación  de júbilo, una sorpresa se expresa en su rostro cuando distingue a un recién nacido de piel blanca y ojos verdes,  a quien se apresta rápidamente a cargar y abrigar. Mi abuelo David, en el fragor de la batalla, avanza disparando indiscriminadamente contra los ancianos y niños, dice: “¡Los insurrectos ashanti no deben osar luchar contra el Imperio británico!”
A la mañana siguiente el incendio se ha extinguido por una inesperada y fuerte tormenta. La ciudad se ha salvado y las personas comienzan a realizar labores de reconstrucción. En la prisión los guardias  conversan  mientras  pasan turno por las celdas
 —Créeme amigo: ¡Cox está muy loco! le habla a una mujer imaginaria  llamada Akosua, a la que últimamente “visita” en esta cárcel y acusa de la muerte de sus abuelos. Esa familia nunca tuvo empleados; siempre vivieron solos.
 — ¿Por qué podía el señor Cox venir libremente a esta ratonera?
— ¿Por qué va a ser? él paga la mayor  parte de nuestros salarios por cuidar sus tierras. ¡Ésta prisión es casi suya! Aunque creo que también paga el salario del juez; antes del incendio de su casa, Cox estuvo fuera de prisión siendo el único sospechoso de asesinar a sus abuelos. El juez y nuestro capitán decían “es inofensivo” pero, para mí, Cox es un enfermo, que dio de comer a sus abuelos cabello humano y seda de araña ocultos en los alimentos ¿Sabes qué sacaron de los estómagos de esos viejos? Unas bolas de pelos que causaron una grave obstrucción; murieron de forma  dolorosa. Algo terrible debieron de hacerle para que él actuara así.
 — ¿Es verdad que del interior de esas bolas salieron gran cantidad de arañas?
—No lo sé. Sólo sé que después del terrible desastre  de ayer, recuerdo las palabras que mi abuela pronunciaba después de un incendio: “gracias al cielo que Anansi ha traído la lluvia”
Al llegar a la celda de Will Cox la expresión de los guardias cambia bruscamente
— ¿Qué demonios está pasando aquí? ¿Quién es este? ¿Acaso no era blanco el sujeto que estaba en esta celda?
Sobre el suelo yace el cuerpo sin vida  de un fornido hombre negro. Su cadáver  no presenta algún tipo de herida o golpe contundente; solo está cubierto por abundantes capas de lodo blanco que comienza a desprenderse de su piel, como si hubiese estado oculto en el fango por un largo tiempo.

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