¡Lo
juro! nunca quise hacerlo, Tanatos es mi testigo. Su muerte apareció ante mí insospechada
e inevitable. Todo sucedió muy rápido. Comenzó, si la memoria no me falla,
cuando quise hacerme a unas alas. Creo haberlo conseguido porque, si mal no
recuerdo, volé tan alto como nunca nadie lo hizo. Construí constelaciones,
ejecuté artimañas, jugué a ser dios. Me hice a un laberinto de ensoñaciones
integral. Entonces los principios euclidianos articularon todo. En rectas
perfectas me desplazaba, en mi morada todo estaba emplazado correctamente, nada
estaba por fuera del orden de la estructura. Cuidaba mi mundo con tal empeño
que todo cuanto hacía estaba regido por la medida de la recta perfecta y en cuanto
hallaba algún objeto que se saliera de la medida, de la medida que yo había
estipulado, trataba de expiarlo o erradicarlo de mi entorno. El primer objeto
que no tuvo cabida dentro de mi bóveda fue una moneda. Cuando la hallé no sabía
dónde emplazarla. Traté de ubicarla en uno de los extremos de la mesa de noche
que reposaba ceñida al rincón de mi universo. Sin embargo, note que no
importaba la forma en que la acomodara porque siempre iban a sobrar espacios a
su alrededor. Todo encajaba, menos la maldita moneda. El circulo que se
dibujaba a su alrededor hacía imposible hallarle un lugar perfecto, adecuado.
De pronto, por primera vez sentí que debía usar la espada, esa que arcángeles
empuñan, para deshacerme del objeto circular. Desde entonces supe que mi
universo necesitaba ser purificado. Sin la espada hubiera sido imposible gestar
mi hazaña.
Ya
armado pude desollar, descuartizar, mutilar, depilar, extirpar, todo aquello
que se asomara impuro ante mi clasificación. La espada y yo nos elevamos por
los cielos, ejecutamos masacres, combatimos con otros dioses, injuriamos otras
nomenclaturas, nos reímos de la barbarie que nos rodeaba y castigamos con la
decapitación. Acostumbrábamos fortalecer las murallas de nuestro edificio con
ejercicios de purificación. Purgábamos todo cuanto quisiera irrumpir en los
confines de nuestro reino. A tal grado llegó nuestra empresa que del desorden
que antes lo acaparaba todo no quedo sino su tenue recuerdo. El matrimonio que nos
unió había dado sus frutos. Habíamos alcanzado la cima y ya nada podía
detenernos. Adentro de nuestra constelación todo era límpido. Cada cosa estaba en
su lugar. Las líneas eran perfectas e infranqueables. Me preguntaba cómo había
sido posible haber vivido durante largos años en medio del desorden. Pero
inmediatamente me reconfortaba haber conseguido con mi espada la construcción
de un reino perfecto. Enfrente de mí se distribuían, apilados infinitamente uno
a uno, de manera perfecta: libros, cuadros, cajas, mesas, retablos, etc. Pasaba
días enteros buscando anomalías en la estructura. Al principio era fácil
encontrarlas pero con el tiempo fue cada vez más difícil hallar cualquier tipo
de falla. Todo yacía en su lugar. Un día, estando en mi trono, la avaricia me
sorprendió. Creí que mi reino podía ser mucho más grande. Debajo del cielo que
gobernaba se extendían las tierras impías de las sombras. Decidí descender y
conquistar todo aquello que se hallaba debajo de mi constelación. Sabía que no
iba a ser fácil conquistar las tierras donde reposan todas las figuras ctónicas
que pueblan nuestros miedos. Me armé con mi espada y descendí hasta lo más profundo
de mí ser.
El
paisaje que se esparcía a lo largo de mis entrañas era caótico. La blancura del
cielo de mi reino era canjeado en las profundidades de este lugar por la
totalidad del prisma. Todos los colores adornaban las estructuras una a una.
Objetos de todas las formas, emplazados arbitrariamente, coexistían en un mismo
espacio. Empuñé mi espada pero me fue imposible derrumbar lo que se asomaba
ante mis ojos. Desde que había emprendido la construcción de mi reino nunca
había sentido el miedo embargándome. De nuevo la inseguridad se adueñaba de mis
entrañas, pero esta vez, parecía disfrutar la experiencia. Arriba todo era
plano, ordenado, predecible. Abajo en cambio el caos lo gobernaba todo. Decidí
subir creyendo ser presa de un dios más fuerte que me invitaba a la
profanación. Ascendí rápidamente hasta los confines de mis tierras. No podía
creer lo que me estaba pasando. Me senté en mi trono y permanecí allí durante varios
días. La angustia me poseyó durante muchos soles y lunas. Durante este tiempo no
pude evitar sentir el malestar ascendiendo desde mis vísceras. En ninguna de
mis acciones encontraba sosiego. Todo parecía precario. La construcción que
antes había levantado junto a mi espada parecía obsoleta. Quise librarme del
malestar de todos los modos pero ningún ejercicio surtió efecto. Fue allí,
justo en medio de la incomodidad, cuando presa de una revelación decidí descender
hasta las profundidades de mí ser una segunda vez. Me lancé al abismo sin
ninguna indumentaria. Desde entonces La espada yace, muerta, hierática, al lado
del que antes fuera mi trono hasta que otro hombre la empuñe nuevamente y se
erija como dios de los cielos. Yo en cambio, desde mi caída, deambulo por las
tinieblas de mi ser animado por la infinitud de las sombras y los artificios
que me rodean. Para recordar los avatares que me trajeron hasta aquí guardo una
moneda en mi bolsillo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario