jueves, 21 de marzo de 2013

INVERSIÓN DE LOS VALORES DE LA LUZ.Por:Gabriel Mauricio García Quintero


¡Lo juro! nunca quise hacerlo, Tanatos es mi testigo. Su muerte apareció ante mí insospechada e inevitable. Todo sucedió muy rápido. Comenzó, si la memoria no me falla, cuando quise hacerme a unas alas. Creo haberlo conseguido porque, si mal no recuerdo, volé tan alto como nunca nadie lo hizo. Construí constelaciones, ejecuté artimañas, jugué a ser dios. Me hice a un laberinto de ensoñaciones integral. Entonces los principios euclidianos articularon todo. En rectas perfectas me desplazaba, en mi morada todo estaba emplazado correctamente, nada estaba por fuera del orden de la estructura. Cuidaba mi mundo con tal empeño que todo cuanto hacía estaba regido por la medida de la recta perfecta y en cuanto hallaba algún objeto que se saliera de la medida, de la medida que yo había estipulado, trataba de expiarlo o erradicarlo de mi entorno. El primer objeto que no tuvo cabida dentro de mi bóveda fue una moneda. Cuando la hallé no sabía dónde emplazarla. Traté de ubicarla en uno de los extremos de la mesa de noche que reposaba ceñida al rincón de mi universo. Sin embargo, note que no importaba la forma en que la acomodara porque siempre iban a sobrar espacios a su alrededor. Todo encajaba, menos la maldita moneda. El circulo que se dibujaba a su alrededor hacía imposible hallarle un lugar perfecto, adecuado. De pronto, por primera vez sentí que debía usar la espada, esa que arcángeles empuñan, para deshacerme del objeto circular. Desde entonces supe que mi universo necesitaba ser purificado. Sin la espada hubiera sido imposible gestar mi hazaña.
Ya armado pude desollar, descuartizar, mutilar, depilar, extirpar, todo aquello que se asomara impuro ante mi clasificación. La espada y yo nos elevamos por los cielos, ejecutamos masacres, combatimos con otros dioses, injuriamos otras nomenclaturas, nos reímos de la barbarie que nos rodeaba y castigamos con la decapitación. Acostumbrábamos fortalecer las murallas de nuestro edificio con ejercicios de purificación. Purgábamos todo cuanto quisiera irrumpir en los confines de nuestro reino. A tal grado llegó nuestra empresa que del desorden que antes lo acaparaba todo no quedo sino su tenue recuerdo. El matrimonio que nos unió había dado sus frutos. Habíamos alcanzado la cima y ya nada podía detenernos. Adentro de nuestra constelación todo era límpido. Cada cosa estaba en su lugar. Las líneas eran perfectas e infranqueables. Me preguntaba cómo había sido posible haber vivido durante largos años en medio del desorden. Pero inmediatamente me reconfortaba haber conseguido con mi espada la construcción de un reino perfecto. Enfrente de mí se distribuían, apilados infinitamente uno a uno, de manera perfecta: libros, cuadros, cajas, mesas, retablos, etc. Pasaba días enteros buscando anomalías en la estructura. Al principio era fácil encontrarlas pero con el tiempo fue cada vez más difícil hallar cualquier tipo de falla. Todo yacía en su lugar. Un día, estando en mi trono, la avaricia me sorprendió. Creí que mi reino podía ser mucho más grande. Debajo del cielo que gobernaba se extendían las tierras impías de las sombras. Decidí descender y conquistar todo aquello que se hallaba debajo de mi constelación. Sabía que no iba a ser fácil conquistar las tierras donde reposan todas las figuras ctónicas que pueblan nuestros miedos. Me armé con mi espada y descendí hasta lo más profundo de mí ser.
El paisaje que se esparcía a lo largo de mis entrañas era caótico. La blancura del cielo de mi reino era canjeado en las profundidades de este lugar por la totalidad del prisma. Todos los colores adornaban las estructuras una a una. Objetos de todas las formas, emplazados arbitrariamente, coexistían en un mismo espacio. Empuñé mi espada pero me fue imposible derrumbar lo que se asomaba ante mis ojos. Desde que había emprendido la construcción de mi reino nunca había sentido el miedo embargándome. De nuevo la inseguridad se adueñaba de mis entrañas, pero esta vez, parecía disfrutar la experiencia. Arriba todo era plano, ordenado, predecible. Abajo en cambio el caos lo gobernaba todo. Decidí subir creyendo ser presa de un dios más fuerte que me invitaba a la profanación. Ascendí rápidamente hasta los confines de mis tierras. No podía creer lo que me estaba pasando. Me senté en mi trono y permanecí allí durante varios días. La angustia me poseyó durante muchos soles y lunas. Durante este tiempo no pude evitar sentir el malestar ascendiendo desde mis vísceras. En ninguna de mis acciones encontraba sosiego. Todo parecía precario. La construcción que antes había levantado junto a mi espada parecía obsoleta. Quise librarme del malestar de todos los modos pero ningún ejercicio surtió efecto. Fue allí, justo en medio de la incomodidad, cuando presa de una revelación decidí descender hasta las profundidades de mí ser una segunda vez. Me lancé al abismo sin ninguna indumentaria. Desde entonces La espada yace, muerta, hierática, al lado del que antes fuera mi trono hasta que otro hombre la empuñe nuevamente y se erija como dios de los cielos. Yo en cambio, desde mi caída, deambulo por las tinieblas de mi ser animado por la infinitud de las sombras y los artificios que me rodean. Para recordar los avatares que me trajeron hasta aquí guardo una moneda en mi bolsillo.   
          

No hay comentarios:

Publicar un comentario