Recuerdo que una mañana de jueves, después de
trasnochar, estaba intentando arrancarme de la cama, realmente intentaba
desprenderme de ella porque mi carne parecía que se había unido y confundido con
las sábanas. Esta experiencia cotidiana es una batalla que sufrimos los
proletarios de la vigila, los que sentimos que no podemos reclamar el plus de
sueño que merecen nuestras vidas de fatiga. En todo caso, me desperté cuando el reloj se
escandalizó por sí mismo a eso de las 7: oo a.m. Sólo las mujeres son
comparables a los relojes por su tendencia particular a formar escándalos
cuando uno menos se lo espera y sin motivos contundentes.
Aquella mañana de jueves me desperté indiferente ante
la vida, me pareció que los días eran iguales y lo único que los diferenciaba
era el estado de ánimo que los acompaña. Así, el lunes se distingue del martes
por el aburrimiento; el martes del miércoles por el afán; el miércoles del
jueves porque me molesta sacar la basura; el jueves del viernes porque estoy
arrojado a la ventura; el viernes del sábado se diferencia porque el ambiente
es de festejo; el sábado del domingo es soportable porque al siguiente día no
se debe madrugar y, el domingo, todos lo sabemos, es el día donde el tedio
alcanza proporciones descomunales e inhumanas. Creo que el domingo es el día más peligroso de
la semana o quizá el mejor día para suicidarse con razón de causa. Por mi parte, indiferente por estar arrojado
a la ventura, tomé mi celular y leí un mensaje que decía: “¡Feliz cumpleaños
(…) hoy estaré en la biblioteca!“ Al haberlo leído, no me causò el más mínimo
cosquilleo de alegría, yo sabía que fulanita del tal, a pesar de ser mi novia,
ya había empezado a sufrir de monotonía en nuestra relación, yo sólo estaba
esperando el día cuando los signos del final que se anuncian con las palabras:”
¡Tenemos que hablar!”. Así que, me
arranqué de la cama y me despellejé la espalda, me dirigí al baño y me masturbé
parar relajarme un poco, al terminar el ritual del aseo físico y espiritual, me
dispuse con ropa sencilla para asistir a clase, ni siquiera probé bocado porque
me sentía totalmente agobiado.
Nunca pensé que una relación amorosa fuera tan
perjudicial. Al menos para el cáncer existe la quimioterapia, sin embargo, para
una decadente relación amorosa sólo existe la tensión, la decepción y la
angustia. Los síntomas de un amor putrefacto son la falta de sueño, la ausencia
de interés, la joroba de la culpa y la ceguera del error. Todo lo que puede conservarse,
usualmente se resguarda en un ambiente de congelación y, yo sabía que el
glaciar de mi alma podía soportar un poco más de tiempo aquel amor arruinado
por la corrupción natural de los afectos. Por ello, como si nada, asistí a
clase de Historia. No digo que en estas clases se aprenda poco, pero, es
difícil deducir cuál sea la enseñanza o el propósito de su conocimiento, quizá
las clases de Historia sean un modo de agregar al alumno, menos que
entendimiento, más argumentos que comprueben su ignorancia.
Ahora, durante la clase no dejé de pensarla, era una
suerte de mala fortuna tener que trasnochar pensando en ella y, durante el día,
rumiar lo pensado para asegurarme de que la relación definitivamente no tiene
quién la salve. Para mi alivio, finalizando la clase, se me acercaron un par de
amigos que comparten preguntas y trastornos académicos similares a los míos. En
medio de la conversación sobre asuntos historiográficos, se puede experimentar
el orgullo de saber una o dos cosas bien sabidas y, parlotear sobre otras tres o cuatro que se ignora
profundamente. En todo caso, es un gran alivio el conocimiento, porque nos
despeja de la vida real, nos aleja de lo cotidiano y en un brinco de entusiasmo
nos impulsa sobre idealismos demasiado humanos. Recuerdo que dialogamos sobre
muchas cosas, lo último concernía a la paz de Colombia, ¡no sé por qué razón
caímos tan bajo!, sin embargo, yo simplemente afirmé que, la paz, en lugar de
ser un ideal social es un estado mental, la paz sólo existe como un discurso adecuado
para las religiones, no obstante, para el hombre de política, hablar de la paz sólo es un
artificio retórico para agradar a la sociedad ávida de tranquilidad ante la
inseguridad del conflicto armado. A pesar de todo, mientras discutíamos, como
por instinto, recordé que todo lo interesante en algún momento se transforma en
bagatela y, efectivamente, en pocos minutos nos cansamos de nosotros mismos y
cada uno por separado tomó su rumbo.
Es común que frecuente la biblioteca después de clase.
Pero, aquel día me esperaba allí fulanita de tal. Indiferente como siempre, su
saludo fue rutinario, su falta de interés se notaba a la distancia, no miento,
cuando digo que, sus palabras cortaban el aire y herían mi pecho con la
hipocresía característica de una mujer que, sin saber cómo terminar la
relación, tan sólo da señales de su inconformismo, para que el hombre deduzca
por sí mismo que todo ha terminado. Cuando le hablaba, sus ojos se desviaban
hacia otro lugar, lo hacía a propósito lo sé, porque de ese modo evitaba
comprometerse con el desenlace de nuestra historia sentimental. Realmente, nada
es tan difícil como forzar a las palabras para expresar algo cuando no se tiene
nada qué decir. Sin embargo, tomé fuerza de mis debilidades y le propuse
inmediatamente que la relación debía terminar. Esas fueron las únicas palabras
que tenían sentido en aquel escenario de profunda incomodidad, pero, no fue una
determinación voluntaria, más bien lo veo como la ineludible llegada al punto
crucial, donde las señales de su inconformismo, indicaron el camino hacia la
meta que solitariamente debía descubrir. Lo sorprendente del asunto fue que,
sin más aceptó mi propuesta, corrió un poco la mesa, se levantó de la silla, se
despidió modestamente y se perdió entre los estantes de los libros. ¡Nunca más
la he visto! Se perdió entre los libros, supongo que ella vivirá mejor cuando
otros chicos le propongan mejores cuentos, mejores aventuras, mayores placeres,
en todo caso, me pareció que se perdió entre los libros y, no sé si este
capítulo de mi vida deba tener algún título o por lo menos, alguna moraleja,
pues, al final y al cabo, de los cuentos de animales alguna enseñanza útil
aprendemos. No estoy seguro, pero, si algo he aprendido de la experiencia es
que ninguna experiencia de la vida basta para aprender lo diferente o lo mismo.
He girado entre círculos una y otra vez, me ha parecido que avanzo hacia alguna
meta, pero todo es una ilusión de la cabeza, pues giro sin cesar en la espiral
de la vida, donde la prudencia es un giro lento de aburrimiento y, donde el
riesgo, es la aventura de girar más rápido en esta rueda del afán.
¡Recuerdo con aprecio este jueves! En él recibí como
galardón el premio de la indiferencia y la sobria capacidad de leer señales
femeninas para deducir de ellas la meta de sus inclinaciones. Ahora me encanta
leer, no sólo libros y revistas, sino también y con mayor placer, los signos de
la inseguridad femenina, los símbolos de su inconformismo, los síntomas de su
indecisión y el misterioso gusto que les inclina a esperar que alguien les
evite tomar sus propias decisiones. Aunque el amor es indecible, al parecer,
poco a poco se pueden deducir algunas conclusiones sentimentales a partir de
unos pocos indicios femeninos. No es determinismo, simplemente es la astucia dolorosa
que aprendemos los hombres cuando las mujeres nos enseñan y nos clavan sus hermosas uñas.
Buena narración. Efectivamente, aquellas mujeres que como fieras adormecidas
ResponderEliminarencantan nuestros pensamientos, y como gacelas despiertas nos hacen soñar de ansias,son las que nos dejan perplejos al sabernos vivos: porque nos matan; con uno solo de sus maullidos -si éste es sucedido por un mordisco o arañazo- o uno de sus divinos saltos, pues en su grácil movimiento, nos perdemos en la belleza que no podemos poseer, y que no les pertenece ni a ellas mismas.