jueves, 21 de marzo de 2013

DE LA INDIFERENCIA. Por: Manuel I. Restrepo


Iba él en un bus, preocupado por el tiempo y el cargo de conciencia que le generaba estar ocupando una silla. Mientras oía su música estridente, pasaban vacíos los minutos y el vehículo avanzaba a la par, frenado ocasionalmente por triclopes que parpadeaban con brillantes y coloridos ojos.
Mas en uno de los semáforos el detenimiento se prolongó y el avance posterior fue despacioso; momentos que para él, resultaron igualmente insignificantes (quizás más fastidiosos), pero que en el resto del bus generaron gran zozobra, ellos se compadecían de un miserable caído y sangrante que se revolcaba con expresión de infierno; a nuestro personaje le era repulsivo pero más, que el mísero penante, lo asqueaban los observadores escandalosos, entrometidos e inútiles y maldecía (para sus adentros por supuesto) al conductor por su lentitud. Sin embargo, lo sucesos siguientes le harían pensar que la suerte le sonreía ese día.
Por el taco, decidió bajarse antes del bus ya referido y se encontró a un par de amigos que hacía rato no veía, solo tuvo tiempo de saludarlos, pero el recuerdo de la casa de uno de ellos le evocó un camino, que al conocerlo le había parecido bastante agradable; árboles, andenes amplios y poca congestión acompañaron su viaje durante un trayecto, hasta la llegada a una plaza atestada de gente y bulla; por lo que tomó una vía alterna, alejándose de este ambiente que mucho le molestaba; siguió su marcha ya sin afán alguno, pues a pesar que su capricho de una vía más tranquila había resultado muy eficiente (sí hablamos de tiempo), él estaba resignado desde hacía mucho a llegar tarde; pero cuando alcanzó la puerta de su lugar de destino, descubrió en una sorpresa alegre, que la realidad era otra; Aunque ya los demás estaban allí no habían empezado; solo estaban acabando de organizar el salón; él se alegró por no haberse perdido nada excepto el ordenamiento del aula (actividad que aborrecía).
Pasaron días y semanas, unos buenos otros malos, pero su vida seguía en la bola de vidrio que fundió el egoísmo y sopló la apatía; hasta que algo ocurrió, (sino esta historia seria aburrida).
Era la mediana tarde de un día que pintaba gris pero que no se decidía a llover por temor al “qué dirán”. Llevaba “nuestro amigo”, andar despreocupado y veloz en su bicicleta; regresaba a su casa por un sitio que para él era muy conocido y querido; junto a su música compañera fiel surcaba callejuelas y atravesaba charcos, pensaba en las verdades del ser, mirando a veces el cielo, otras los árboles (que siempre le habían causado grato sentir); en un jovial momento la rueda delantera se clavó sin detenerse en el tubo de un caído separador vial; él, que no acostumbraba agarrar fuertemente el manubrio se elevó, su cuerpo formó un circulo en el aire y cuando empezaba el segundo, su cabeza golpeó el piso generando fuerte ruido; el cuerpo lo siguió después, cuando el cuello decidió  obedecer a la gravedad. No sentía dolor, no sentía casi nada de hecho, apenas veía el asfalto que se teñía de rojo y algunas personas a su alrededor cumpliendo el papel de aquellos, que el otro día en el bus le parecieron repulsivos; sin embargo esta vez no los percibió como criaturas ponzoñosas, sino como arcángeles de esperanza. Pero los arcángeles se ven solo en estatuas y pinturas, y como en estas la gente permaneció, todos solemnes y quietos… en la contemplación de aquel que en el suelo moría.  

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