lunes, 1 de abril de 2013

TRANSEÚNTES. Por: Santiago Toro Oquendo


Con  un libro siempre bajo su brazo, su mirada cabizbaja, aquellos zapatos sucios y curtidos por andar tantos caminos y a bordo del tren cuyo destino se acercaba con cada paso sobre los rieles, él, maravillado, contemplaba la majestuosidad de aquella ciudad, una ciudad que para él era bella solamente así, en medio de oscuros callejones que se jactaban de luces discretas y que poseía una libertad cautivadora ya que no circundaban sus pobladores.
Siempre entre sus bártulos llevaba consigo un libro para aquellos momentos en los cuales deseaba sumirse en su mundo mas recóndito y no poner diluvios en sus ojos al ver el mundo que tanto odiaba, música para poner a sus oídos al ritmo de violines, chelos y pianos que le sabían mejor que escuchar el afán y el forcejeo de la ciudad. Conoció otro mundo aparte del propio y el que aborrecía, ella, siempre con aquella pequeña curva en su rostro, la cual brillaba cual si fuese un astro infinito, con aquellos abalorios sobre sus mejillas puestos por el mejor de los artesanos, con la dulzura de su voz que podía dejar perplejos a los sinsontes cantores de la mañana, con su conjunto de perfecciones pero también con la incertidumbre  que la cubría y generaba en él aquel deseo de descifrarla, anhelaba descodificar cada uno de sus silencios, sus metas, sus deseos, sus comienzos, sus finales.
El amor los llevo de la mano, aquellos escenarios citadinos tan reprobados por él se convirtieron en su casa, en su patio, en su salón de juegos, en su sala de estar. Él, a pesar de su instrucción religiosa dada por sus padres en la infancia osaba negar la existencia de un Dios el cual comenzó a ver en cada instante que pasaba sobre los brazos de su amada, así fue, su Dios no era nada mas que el amor el cual infortunadamente posee la duración de las cosas efímeras y un día de invierno se redujo nada mas que a cenizas. A sus puertas repico la tristeza, el duelo de su perdida, la amargura y principalmente aquel dolor, pero fue un dolor de verlos sufrir en silencio, a pesar de que tenían ojos ninguno de ellos podía ver la claridad de sus vidas, ninguna de sus vidas poseía un destino, un propósito, los veía vacios, sin caminos que construir, sintió pena por ellos, transeúntes que divisan como la vida pasa sobre sus rostros y nunca lograran ver a Dios.  

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