lunes, 1 de abril de 2013

LLEGUÉ TEMPRANO.Por: Jonnathan Ramírez Granada


Cuando salí del recinto, aún había mucha luz. Y era eso extraño para mí, ya que no se espera que a la seis de la tarde haya tanta claridad en el ambiente, pero eso era una de las rarezas que nos ofrecían estos días. Eran algo más de las seis y retumbaban en mí dos palabras: llegue temprano. Y cada vez que sonaban en mi mente venía consigo la imagen de Agustín.
Hace poco conocía a Agustín. Nos encontramos en una página buscando, lo que tal vez, no se nos había perdido. Desde ese momento comenzamos a hablar. Supe rápidamente que escribir le resultaba tan fácil como para mí resultaría derivar un polinomio,  pero obviamente es mucho más dispendioso e intrigante el escribir. No me imaginaba como era capaz de realizar tantos textos, de tan bella forma, con tanta gracia, y que aparte me gustaran siendo yo alguien tan extraño y tan poco creativo. Siendo yo estudiante de matemáticas, no me fluía para nada el argumentar el porqué de un teorema con base en resultados anteriores, y en estos momentos no me interesaba.
Eran pasadas las seis, había salido de mi clase de francés, una pasión que por azares del destino debí dejar en el camino, pues para mi desgracia, no se consideraba productivo que se fuese un profesor de lenguas, o un historiador, o hasta un matemático; pero con respecto a esto último me le revelé a todo, hasta a mí mismo. Francés siempre me deja un ánimo festivo, una sonrisa de idiota que no podía con ella, sobre todo por pasar tiempo con Laura, esa mujer siempre se saca una risa. Salíamos siempre de clase juntos y caminábamos hasta cierta parte, hasta donde le fuera fácil llegar al Metro y a mí coger mi bus. Me hizo falta ese día, no sé por qué no apareció. Estaba entonces recorriendo el camino, solo, por el centro de Medellín.
Esas tres palabras generan pavor en mi persona: centro de Medellín. Pero siete me daban terror: caminar solo por el centro de Medellín. Recorría solo el camino que normalmente cruzaba con una hermosa mujer, pero que hoy recorría acompañado de temores.  El susto me hacía ver verde por todos lados, verde por aquí, verde por allá, y sentía que los de verde seguían mis pasos. Aceleré, aceleré tropezándome con casi todo, estaba al filo de la desesperación, hasta que una voz me dijo:
-          Oye, ya tienes libreta, ¿por qué corres?
Detuve el paso y caí en cuenta de eso, no estuve casi tres días de mi vida haciendo vueltas en vano, aunque parecía que sí, porque mi cuerpo aun sentía ese peso encima. Ya no debía preocuparme por los de verde, solo por los amigos de lo ajeno.
Relajé el paso y nuevamente me llegaron dos palabras: llegue temprano. Empecé a caminar rápidamente, viendo locales abiertos, carros ruidosos, personas con prisa y sobre todo nubes de tormenta. Empezó a llover de una manera muy suave, de esas que uno cree inofensivas pero que empapan por completo. Nunca detuve la marcha. Me recordaba mucho cuando vivía en Támesis, muchas veces la lluvia nos cogió pasando por el Cementerio, sitio en el cual ninguna teja nos podría proteger del líquido que se derramaba desde las nubes, y esos fueron buenos tiempos, y esos fueron momentos amenos, y esa fue mi niñez, y mi adolescencia, y de adulto la lluvia me llevaba de nuevo atrás. Me perdí entre recuerdos, imágenes y olores. No sé por qué me perdía entre los cuadernos nuevos en las estanterías, tal vez sea porque rayo todo aquello que puedo, un pedazo de papel puede quedar completamente negro como consecuencia de mis manos inquietas. Los olores, para mi fortuna, eran principalmente de comida; me preocupaba mucho comer, pues alguna vez fui gordo y hoy por hoy era “delgado”, pero no puedo negar que comer es uno de los mejores placeres para mí.
Llegue temprano. Dejaba mi trance para seguir caminando. Por fin veo ese bus amarillo, que me llevará a casa. El encuentro no sería tal, sería una conversación virtual, sólo que normalmente no me conecto al llegar a mi casa; espero un momento, me distraigo, y luego me preparo principalmente para perder mi tiempo de la peor manera. Pero esta vez era diferente. Este jovencito me decía unas cosas fabulosas, me hablaba de retórica, de ortografía, semántica, proxémica, sintaxis, amores, desventuras, tragedias, comedias, sátiras. ¿Cómo no hablar con alguien así? Sobre todo cuando la cotidianidad se ve limitada a hablar de cosas extrañas. Gracias a Dios ese no era un día cotidiano. Si lo fuera debería estar pensando en bultos de cemento, barras de acero, ladrillos y un compendio de temas que me resultan poco naturales. Pensaba y pensaba y nada que me subía al bus. Por fin lo logré. Era una hora que se podría perder fácilmente escuchando las guascas propias del ambiente de ese bus, pues los gustos musicales del conductor así lo ameritaban.
Poco después empezó mi mente a divagar. Pensaba en una mujer cuya vida había sido marcada por el hecho de conocer a un hombre que no le convenía, alguien mayor, proveniente de otras latitudes, y de lo que aconteció a esos dos personajes. No es nada nuevo, solo eran mis padres, hace rato no hablaba con ellos, la ciudad me había vuelto más insensible. Luego veo ante mis ojos un poblado pequeño, lleno de verde por todos lados, donde la gente camina sin parar y a veces hasta bebe sin parar, sitio de historias de arrabal y muchas anécdotas raras. Mi pueblo, tenía que ser él. De repente pienso en algo como un título para un cuento, pero descarto la idea. Muchas palabras llegan y se van sin dejar rastro en mi mente. Había terminado de crear a Mariana Mejía, una descripción de los más extraña, cuando percibí que el bus había ya pasado por donde debía bajarme. Apurado toqué el timbre y descendí.
Corrí seis cuadras, abrí la puerta lo más rápido que pude, prendí el computador, ingresé a mi correo. Cinco minutos tomó todo eso. Vi a Agustín conectado. Lo saludé:
-          Hola
-          No me vuelva a dirigir la palabra – Contestó él.
Cerré mi correo y apagué el computador. Me acosté, intenté dormir y luego me dije a mí mismo:
-          Diablos.

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