lunes, 1 de abril de 2013

EL ÚLTIMO DÍA . Por: Liz Panyany Soto Atehortúa


Un dolor agudo se encajó en su corazón, creyendo que era un infarto y que su hora de partir de este mundo había llegado;  sólo pronunció el nombre de su querida Hermelinda. Estaba  sólo en medio de la espesura del  bosque,  su paso lento y fatigado por el peso de los años que sobre sus hombros cargaba no le daban esperanzas de un refugio en donde esperar la hora de la muerte. El canto de las ranas, los búhos y las hojas secas que eran destrozadas igual que cristales en cada uno de sus pasos hacían que un escalofrío sepulcral recorriera su cuerpo. Se fue quedando sin fuerzas, el aliento de su boca se desvanecía y la luz de su mirada se oscureció tal como se oscurece el fondo del mar en las noches en que no hay luna llena. Su corazón palpitaba lento y susurraba le dieran un instante para descansar después de ser esclavizado a los más duros tormentos; su garganta seca como piedra del desierto en pleno medio día, le impedía cualquier gemido que pudiera balbucear.  Dio un paso, luego el otro hasta que se derrumbó sobre las hojas del camino cual lagrima en las manos de quien le consuela.
Así permaneció Don Raúl en medio de la oscuridad de aquel bosque acompañado por miles de insectos y animales que velaban su descanso. Como cobija poseía el frio y el viento, su almohada era la niebla que se levantaba lentamente de la tierra, sus guardianes,  los arboles que reinaban en aquel lugar y su consuelo, el saber que la había amado hasta el último aliento.
Sí. Ella, Hermelinda,  la mujer que siempre ocupo sus pensamientos y fue la eterna dueña de su corazón aunque ya hubiera muerto. Tal vez era el momento de volver a reunirse con ella, quizás ya había esperado lo suficiente como para ganarse el premio de estar  descansando junto a su amada.
Estaba en esta consideración cuando sintió que su rostro era destrozado  por  miles de agujas que se clavaban y desaparecían,  gotas de lluvia que herían su cuerpo  agonizante e incrementaban  el frio más atroz. Sintió que lentamente perdía la movilidad de sus brazos  y sus pies no respondían a ninguno de sus estímulos.
Un viajero se encontraba por aquel mismo lugar  y en su marcha notó que había algo tirado en el camino  y se acercó llevado por la curiosidad, cuál fue su sorpresa al descubrir a aquel anciano de más de 80 años tirado en medio de las hojas, casi muerto, con sus piernas y brazos rígidos, completamente helado por la lluvia y el frio de la noche, sin fuerzas ni siquiera para abrir sus ojos,  sus labios temblaban,  su respiración casi no se sentía, sus canas y su barba blanca  se matizaban entre la niebla y la palidez de sus mejillas remplazaban en esa noche sin luna  el resplandor de las estrellas . Aún estaban lejos de la cabaña, pero había que hacer algo, este hombre moría de frio y el viajero no lo podía dejar solo. Se acercó y lo tomo por los brazos y lo fue arrastrando lentamente para no maltratarlo hasta llegar a la cabaña. Al llegar a esta, encendió la hoguera y buscó mantas para abrigar a Don Raúl. Lo dejó en la sala e informó al doctor que fuera a visitar al anciano y continúo su camino.
Ya solo Don Raúl súbitamente  se sintió fuerte y sano. Se levantó y caminó a su habitación, subió los peldaños lentamente y al llegar tomó en sus  manos la foto de su esposa y dijo: “Por un momento creí que era hora  de estar nuevamente contigo”. Dicho esto don Raúl se sintió extraño, era como si hubiera vuelto a vivir pero con muchos años menos. Se sentó frente a la ventana y dejó que sus ojos se perdieran en la oscuridad  del bosque donde creyó haber muerto por un momento. Esperó que llegara la luz del día pero esta no llegaba, era como si se hubiera ocultado para siempre, esperó y esperó pero no llegaba la luz, tal vez, pensó era por el cansancio, pero en cualquier momento llegaría la luz del día. De repente la puerta de la casa se abrió y escucho la voz del doctor que preguntaba: ¿hay alguien en casa? Pero todo parecía muy solo. Don Raúl ignoró al doctor y siguió mirando la ventana, pensaba que si el doctor había llegado aún era temprano para amanecer. Por un instante el doctor no hizo más ruido y al momento salió de la casa.  El silencio se fue adueñando  de todo; sólo el sonido de los animales del bosque y el canto del viento permanecían suspendidos en la habitación.
Finalmente una luz apareció en frente, era la aurora que desnudaba el nuevo amanecer, y junto con esta luz también un vehículo, la policía. Pero ¿por qué estaban en su casa? Se preguntaba don Raúl. Se levantó y caminó sin soltar la foto de su querida Hermelinda. Salió de la alcoba y bajó los peldaños de la casa, al llegar a la sala se comprimió de nuevo su corazón al descubrir que cerca de la chimenea yacía su cuerpo frio y sin vida. Miró a su alrededor y caminó sin titubear, sin pensar, sin sentir, solo observaba todo como nunca lo había hecho, las flores eran de muchas formas, tamaños y colores y nunca lo había notado, los arboles del bosque no eran todos verdes, unos eran más rojizos, otros más amarillos, y tenían formas tan diversas que los hacia únicos. La tierra, el firmamento a esa hora con sus arreboles y la frescura del agua en el manantial, nunca había vivido con tanta intensidad como en aquel instante, era como si se abrieran sus ojos, como si todo fuera nuevo, pero ya era muy tarde, así con su paso lento llegó hasta el cementerio y  buscó entre las tumbas  aquella, que contenía los despojos de quien fuera la luz de su alma. En frente de él se levantaba un pequeño monumento con el nombre: “Hermelinda, esposa fiel”. Don Raúl se desplomó sobre la tumba,  levantó la fotografía que llevaba en su mano y bajo el radiante sol de la mañana cerró sus ojos, pronunció su nombre: “Hermelinda”. En ese momento una cálida mano se posó sobre su hombro, al girar descubrió ese rostro que nunca había olvidado; era ella, ¡tan joven!, ¡tan pura!, ¡tan bella!, ¡su ángel! ¡Su radiante sol de mediodía! y ahora podrían estar juntos por toda la eternidad. 

6 comentarios:

  1. muy buen cuento... Saludos desde Chile !!

    ResponderEliminar
  2. Excelente narración. Una prosa potente, rampante. Una historia conmovedora, pero no al punto del ridículo. Lo disfruté mucho.

    ResponderEliminar
  3. Una historia muy intensa, cautivante desde el principio, el despertar a la eternidad junto a su amada esposa, valió la pena la dolorosa espera de ese momento tan culmen.
    Felicidades, tienes un tremendo talento para escribir con un estilo muy propio de tu personalidad.

    PD: El segundo nombre de mi madre se parece al de la esposa fiel de esta historia. Ella se llama Emelinda.

    ResponderEliminar